Se acabó la paz, por estos días, en el café Montecarlo. Este bar suele ser tranquilo. No tiene televisión y no se camufla de restaurante al mediodía. Es bueno pasarse las horas ahí. Desde hace días, sin embargo, la paz se acabó. El café Montecarlo queda en la esquina de Paraguay y Ravignani: a media cuadra del lugar donde vivió, y acaso murió, la pobre Angeles Rawson. El lugar de donde salen o adonde llegan los familiares de luto, la esposa de un portero, los vecinos en general. Se ha montado por esa razón una “guardia periodística”. Los de siempre nos miramos en las mesas del café Montecarlo, como habitantes de un pueblo chico al que acuden, de repente, varios miles de turistas.
La guardia periodística difiere de la guardia policial en que no intenta ser subrepticia. De la guardia militar, en que no quiere ser disuasoria. De la guardia hospitalaria, en que no prefiere que nada pase. Pero la guardia periodística participa, como las otras, de una experiencia radical de la espera. Vivencia extrema de una nada, a la espera extrema de algo. El aspecto general de una guardia periodística remite a un set de filmación cinematográfica: se monta como para una ficción. Técnicos y actores se mezclan en el aburrimiento de los tiempos muertos, mientras las cámaras quedan ahí, erguidas pero solas. Baudrillard llegó a sostener alguna vez, a propósito de la televisación de una espera, que la CNN no transmitió la guerra del Golfo porque ante todo se transmitió a sí misma.
Lo que sugiero, como se ve, no es que los medios mienten, tampoco que digan la verdad. Lo que digo es que suscitan un halo de irrealidad donde se instalan y desde donde emiten. Tantas horas de conjeturas, tantas horas de palabras vacías, dejan el principio de realidad percudido. Y cuando el hecho real por fin aparece, cuando hay algo por fin que debe ser dicho, se les vuelve un poco un cuento, y así es como lo dan a ver.