En el más reciente número de la revista Políticas de la Memoria, que publica el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en Argentina (CeDInCI), hay un muy interesante dossier con el debate entre Cornelius Castoriadis y Claude Lefort sobre la organización de la clase obrera, en la época en la que ambos participaban del grupo que publicaba la revista Socialismo o Barbarie. Creado en 1947, en la inmediata posguerra, la experiencia del grupo es una de las más interesantes de la historia cultural francesa del siglo XX, cuyas implicancias perduran hasta el presente. Nucleados alrededor de los propios Lefort y Castoriadis, junto a pensadores como Jean-François Lyotard o Jean Laplanche, Socialismo o Barbarie estableció una crítica radical, desde la izquierda, al stalinismo. Antes que como un régimen socialista, describían a la URSS ante todo como un capitalismo burocrático, en el que los trabajadores, lejos de gozar de la soberanía popular, se veían explotados por una casta burocrática, el verdadero poder del régimen. Frente a ello, coqueteando con un trotskismo suave y un anarquismo disimulado, proponían la autogestión (la gestión obrera de la producción) como forma de organización material de la sociedad. En esos años de Guerra Fría, en que buena parte de la izquierda mundial callaba lo que sucedía en Moscú para, supuestamente, no mostrarse debilitada frente al capitalismo occidental, el gesto de Socialismo o Barbarie de no renunciar a ser de izquierda y, a la vez, denunciar el totalitarismo, implicaba una valentía y un riesgo muy altos (no sé por qué hablo en pasado: continúa siendo un gesto valiente y riesgoso hoy mismo). A mediados de los 60, el grupo ya se había disuelto. Castoriadis, aunque crítico del PC, defendía un cierto tipo de organización política vanguardista de la clase obrera; en cambio, ya faltaba poco para que Lefort comenzara a pensar en términos de “invención democrática”, más cercanos a una lógica política espontaneísta y a una relectura de Hannah Arendt en su crítica al totalitarismo.
Desde ese entonces, ya separados, y hasta las muertes de varios de sus miembros (Castoriadis, Lyotard), siguieron discutiendo al menos con tres frentes: con la izquierda tradicional, con la derecha liberal (tanto en su versión conservadora como socialdemócrata) y con un último interlocutor: ellos mismos. No conozco otro grupo que haya discutido así, de un modo radical, agudo y por momentos violento, entre ellos mismos durante 50 años (entre nosotros podría pensarse algo así sólo entre los ex miembros de Contorno). Quisiera ahora contar una anécdota personal. A principios de los años 90, en París, asistí a una serie de conferencias brindadas por Lefort bajo el título de “Sobre algunas categorías teóricas puestas a prueba por los acontecimientos en los países del Este” (el Muro de Berlín había caído hacía poco tiempo). Era un anfiteatro muy coqueto –en el Colegio Internacional de Filosofía– de esos que iluminan al conferencista como en un teatro, es decir que el expositor generalmente no logra ver al público, encandilado por la luz. Al término de la charla, algunas personas del público hicieron preguntas, entre ellas una que, antes de llegar a la pregunta puntual, prefirió introducirla con una larga y brillante exposición de sus desacuerdos con las hipótesis de Lefort. Pero antes de que terminara de hablar, Lefort lo interrumpió brutalmente y le dijo: “¡Basta Jean-François, ya sé que no estás de acuerdo!”. Jean-François era Lyotard, al que Lefort reconoció sólo por la voz, y por medio siglo de discusiones y debates.
A mí me gusta esa idea: la tentación de discutir y discutir (de rumiar y rumiar) con los amigos. Me gusta la idea de que la amistad y la polémica sean inseparables. La amistad (como categoría literaria e incluso filosófica) es ante todo una forma secular de la discusión, del debate e, incluso, de la ruptura.