Producto de deducciones apuradas, de una calculada premeditación para correr el eje del debate o de los efectos propios de cualquier interna gubernamental, para parte del comentarismo político la presidencia de Mauricio Macri padece serios problemas de comunicación. Que el mismísimo jefe de Gabinete de la Nación, justo en la semana de su primera visita al Congreso, haya sentido la necesidad de apartarse de sus tareas para comentar sobre el flujo horizontal de la información en su muro de Facebook le sube el precio a la discusión.
Quienes adscriben a la tesis de la desidia comunicacional postulan un supuesto impasse de astucia por parte de los equipos del Gobierno. Los acusan de desaprovechar con anuncios moderados y de nulo impacto emocional los virtuosos efectos futuros de planes de obras públicas y paliativos antidevaluación frente a un millón y pico de nuevos pobres. Arguyen que no han sabido empatizar con la sociedad a la hora de informar un aumento de tarifas. Les critican que no hayan podido capitalizar en la opinión pública un acuerdo para refinanciar deuda externa. Los alertan de la centralidad recuperada por Cristina Fernández de Kirchner, como si el contraste con la ex presidenta no fuera el juego dialéctico escogido por la actual administración. Primera digresión: los Panamá Papers, más que salpicar, desparraman desestabilización entre líderes de todo el planeta, mientras acá apenas si rocían de sutil suspicacia a los funcionarios implicados. Segunda digresión: La tenebrosa grieta, que algunos presentan en proceso de angostamiento, por lo menos en el vuelo AA 900 que tomó Carlos Zannini demostró una profundidad intacta.
Lo que supuestamente preocupa a los críticos de la comunicación gubernamental son las encuestas. Para ellos no es frecuente que tras unos meses de espuma poselectoral, la aprobación de un mandatario retroceda 10 puntos. Lo que debería preocuparles, sin embargo, es menos simbólico: al Gobierno le está costando bajar sus cuidadas puestas en escena a los barrios, especialmente del Conurbano. Como no paran de repetir los intendentes, el humor social no está para globos.
Sin ánimos de forzar comparaciones arbitrarias, este debate guarda relación con otro que se dio en el año 2000 alrededor de la presidencia de Fernando de la Rúa. Como el actual, el por entonces equipo de comunicación del gobierno venía de una campaña electoral en la que había podido lucir las últimas novedades en marketing político. Como ahora, también entonces florecían críticas acerca de la incapacidad para fijar agenda, explicar aumentos –el impositivo en aquel caso–, celebrar las renegociaciones financieras del blindaje o entusiasmar con los paquetes de ayuda social. La buena noticia es que no estamos en 2000: la deuda en función del PBI heredada es muchísimo más baja y el desempleo, bastante menor. La capacidad de gestionar esos indicadores socioeconómicos y no la retórica política será lo determinante en términos de imagen presidencial. Tercera digresión: la estrecha competencia del ballottage forzó al candidato de Cambiemos a explicitar promesas como la no devaluación y la no eliminación de subsidios, cuyo incumplimiento inmediato, sin embargo, no estaría siendo reclamado a viva voz por quienes fueron sus votantes. Por ahora un axioma menos para los manuales de campaña, el que indica prometer lo menos posible.
Entendido esto, el macrismo no debería detenerse demasiado en estas disquisiciones. Como parte del equipo de Daniel Scioli en su carrera presidencial, padecí la envidiable autoridad con la que Peña supo mantener el orden, la obediencia y la coherencia discursiva durante la disputa electoral. Al menos en este aspecto, habría que dejarlos en paz a él y a sus influyentes controladores de mensaje. Prestemos atención en cambio a su exposición en el Congreso, averigüemos si hay o no 140 mil nuevos desocupados y preguntemos cómo viene la demanda de comida en el campo no alegórico de lo territorial.
*Asesor en comunicación, ex secretario de Comunicación Pública de la provincia de Buenos Aires.