Impredecible. Frenético. Contradictorio. Primero frustrante y tortuoso. Finalmente, exitoso. Así ha sido el Mundial de Alejandro Sabella.
En la versión espejo del “yo no lo/la voté” tan habitual en muchos compatriotas, que sólo están para la foto del éxito, podría decirse que, con el técnico del Seleccionado, se viene la ola del “yo no lo critiqué”. Peor aún. Tratándose de fútbol, es la onda del “yo siempre lo banqué”.
El paso del tiempo –seguramente, el viaje raudo hacia la vejez– me empezó a convencer de que las cosas no suceden por una sola razón. Especialmente en lo que se refiere a fenómenos populares. A los periodistas nos encanta justificar nuestras teorías –y nuestros panquecazos– hablando de lo que dice, le gusta o quiere “la gente”. “La gente”; ese eufemismo que sustituye a “el pueblo”, un término muy poco creíble en la boca de muchos.
Entonces, decidimos que “la gente” invadió la zona del Obelisco como no recuerdo haber visto –ni por cantidad ni por espontaneidad– porque quería tener algo para festejar, o porque quería expresarse sin que nadie la subiera a un bondi, o por el argumento que se le ocurra a cualquier sociólogo que se precie… o no. Todos válidos. También los míos. Creo que muchos necesitaron festejar algo que jamás vivieron: millones de argentinos de menos de 40 años no tienen la menor idea de lo que se siente por jugar la final del Mundial del deporte que más nos apasiona. Creo que otros muchos necesitan expresar su agradecimiento a un grupo de muchachos que los representan de verdad. En el fútbol, claro. Pero de verdad nos representan. Y creo que a otros muchos les fascinó la idea de festejar todos juntos una victoria sin la necesidad de joder al de al lado por su derrota. Y creo que a muchos nos pasó todo esto, todo junto.
Respecto de Sabella, también pasaron demasiadas cosas y no sólo una. Y podemos hablar fehacientemente sólo de un puñado de ellas. Sobre muchas otras, sólo hay versiones. E imagino vivencias como para escribir decenas de libros. Que jamás serán escritos.
Es difícil encontrar una historia mundialista con tantos vaivenes como la de Sabella en Brasil. En días en los que usted es capaz de soportar decenas de horas frente a la tele escuchando a la misma gente diciendo todo el tiempo las mismas cosas, sabrá tolerar que se repita la secuencia de episodios que marcaron a fuego el derrotero celeste y blanco.
Debut con Bosnia. Sorpresa y enojo por los cinco en el fondo. Higuain y Gago adentro en el entretiempo, pese a ir ganando. Conferencia post partido con Messi que declara fuerte y los medios hablan de que a Sabella le molestaron esas declaraciones. Se habla de pérdida de autoridad.
Partido con Irán. Juegan los once de memoria. Pésimo partido. Sabella, Camino y Gugnali demoran veinte minutos en decidir a quién poner y a quién sacar. Los cambios no influyen. Romero nos salva primero, Zabaleta parece descartable y Messi nos salva después.
Llega Nigeria. Otra vez juegan los fantásticos. Se juega y gana el partido más frenético del torneo. Se desgarra Agüero y Gago empieza a autoexcluirse. Nos vamos al entretiempo con la sensación de que Messi debería avisarles a sus compañeros que hagan algo ellos también. Las cámaras especiales de la FIFA muestran a Mascherano avisándole a Sabella que Lionel está fundido. Higuain demuestra con enorme empeño que, aun impreciso, quiere trascender el torneo. La Argentina gana el grupo. Niñas, madres y abuelas se enamoran de los tatuajes y los pectorales del Pocho Lavezzi. Excesos mundialistas. Muchos periodistas aseguramos que el Mundial será como ese partido. Que la Argentina nos hará gozar con los ataques y sufrir con la defensa.
Octavos de final. Suiza es la última chance para Gago como titular y para el esquema de ataque del Seleccionado. El único cambio es Lavezzi por Agüero. No recuerdo en muchísimo tiempo haber gritado un gol tanto como el de Di María. No fue placer. Fue desahogo. Fue angustia futbolera retenida. Sabella grita más como un resoplo que como un festejo. No se mereció perder, no se jugó bien. Y entre contratiempos y defecciones individuales, el Mundial argentino cambia dramáticamente. Empieza otro torneo para Sabella y su gente.
El final del esquema original tiene una razón de ser. Una cosa es apostar a Gago, Di María, Agüero, Higuain y Messi y otra, sostener un sistema con otros nombres. En el banco no hay jugadores cercanos al nivel de los fenómenos. Pero algunos de los fenómenos se lesionan o dejan de serlo. Y Sabella destaca que, en la jugada decisiva, la recuperación es “de un volante como Palacio”, aunque sea naturalmente delantero.
Llegan los cuartos de final. Basanta por Rojo es cambio obligatorio. Sabella mete mano donde más le duele. Saca a Fede Fernández y acierta enormemente con Demichelis. Hazard, De Bruyne, Fellaini, Origi y Lukaku son una amenaza por desactivar, pero de la mano de la solvencia de Martín toda la defensa –especialmente Zabaleta y Garay– crece exponencialmente. Y es un tabú pasar los cuartos de final. El partido cambia con el acierto de Higuain. A la media hora se desgarra Di María y Sabella mete otro triple sobre la chicharra con la elección de Enzo Pérez. Pudimos ganar por más margen. Pero las estadísticas le dejan a Sabella una razón más para confiar en su instinto: entre Mascherano y los cuatro defensores, apenas cometieron tres de las 11 faltas que le sancionaron al Seleccionado.
La semifinal con Holanda demuestra en la cancha lo que Sabella quiere disimular con la formación. Un 4-3-3 por características que, en el juego, es un 4-4-1-1, aunque Mascherano instalado como líbero lo convirtió varias veces en un 5-3-1-1. Vuelve Rojo. Sigue Demichelis. Y Pérez, que debuta como titular, es el hombre que más inquieta a los holandeses hasta que se funde. Messi aparece muy poquito. Sabella y su equipo tardan mucho en decidir los primeros cambios. Lo que con Irán nos pareció no saber qué hacer ahora nos parece reflexión y análisis. Messi le pide al técnico que ponga a Agüero por Higuain, que está cansado. Se equivoca. La Argentina entera descubre la dimensión del liderazgo que Mascherano siempre ejerció. Llegamos al suplementario y a los penales gracias a que Javier se rompe el culo. Literalmente. El crack del Barcelona da órdenes mientras decide qué hacer con la pelota, anima a todos, sobrevive al golpe que dejó groggy a Maravilla Martínez y le avisa a Romero que va a ser el héroe.
Esto es sólo una parte de lo sucedido. Ya fue dicho, y ustedes bien saben que es así. Pero basta para aceptar que la dinámica del torneo ha sido tan vertiginosa que no hay forma de hablar de un solo Sabella, cuyo equipo, por cierto, mereció ganar todos los partidos que disputó.
Además, ¿con qué derecho me ocuparía de las idas y vueltas del entrenador que tanto sabe del juego si los hombres de prensa, que sabemos tanto menos –o nada– no fuimos capaces de armar siquiera una frase en la previa que tuviera sentido al día siguiente?
*Desde Río de Janeiro.