Tal vez por primera vez en casi dos años, el gobierno nacional, a través del propio Presidente Macri y sus ministros, ha hecho explícito su pensamiento económico.
En los últimos días se ha efectuado un diagnóstico de los problemas considerados "estructurales" de la economía argentina y se han esbozado algunas ideas de cuáles serían las soluciones.
Un diagnóstico puede ser mejor que ninguno; sin embargo, si el diagnóstico no es el correcto, tampoco lo serán las medidas que se adopten.
Macri y su gobierno creen definitivamente que los "problemas estructurales" de la economía argentina son el excesivo gasto público, que aumentó durante su gestión respecto del gobierno que lo precedió, y los altos costos laborales.
Si bien es temprano para abrir un juicio categórico sobre los remedios que se plantean, pues los mismos dependerán de la forma definitiva que le darán el Congreso, la reglamentación y los órganos de aplicación, podría decirse que estos son básicamente: ajuste fiscal, a recaer mayormente sobre los jubilados y flexibilización laboral, aun cuando se trate de edulcorar la versión crudamente menemista de ambas cosas. Sabemos como terminó el experimento de los 90. pero también sabemos como comenzó.
El oficialismo no debería dejarse ganar por la soberbia del resultado electoral. Menem se vio casi sin límites después de sus triunfos de 1993 y 1995, y lo propio le ocurrió a los Kirchner en 2005, 2007 y 2011.
Los procesos históricos no son lineales ni se repiten mecánicamente, pero convendría recordar que las leyes económicas existen y, bien que tendencialmente y en forma difícil de predecir en el tiempo, terminan por cumplirse.
El diagnóstico se parece más al monetarismo neoliberal que al del estructuralismo y desarrollismo latinoamericano y argentino.
Conforme estos últimos, la Argentina no genera inversión como para crear, en forma sostenida en el tiempo empleo en calidad y cantidad compatible con la oferta de trabajo, que además todos los años crece aunque mas no sea en forma vegetativa. Esto, conjuntamente con una estructura económica primarizada, con restricciones externas, termina por presionar sobre el gasto público en forma intolerable.
El gobierno, en cambio, supone que el "desarrollo" se producirá espontáneamente si se reduce o elimina el déficit fiscal y se bajan los costos laborales. Los empresarios invertirán, se crearán puestos de trabajo y la economía crecerá.
No hay ejemplos modernos, y tampoco parece haber muchos antiguos, de países que se hayan desarrollado solo con equilibrio fiscal y mano de obra barata.
Esto puede producir, pasando por un doloroso ajuste previo, un proceso de crecimiento temporario, e incluso, a veces importante -ya lo vivimos en los 90- más no un proceso de desarrollo sustentable en el tiempo, al menos en países con las características de la Argentina.
Es allí donde se requiere la acción del estado para, de alguna manera, guiar o planificar el desarrollo.
Chalmers Johnson, quizás quién mejor ha estudiado desde Occidente el "milagro japonés", afirmaba hace ya hace más de cuatro décadas que ningún país debe renunciar a "planificar" su desarrollo económico.
Planificar es establecer prioridades para "guiar" la inversión. Esto puede hacerse de tres formas. Una ideológica, y a la postre de dificultosa compatibilización con la democracia, como la Unión Soviética, otra de forma "regulatoria", como los Estados Unidos y otra a la que llama "racional", con objetivos y prioridades prefijadas como sería el caso de Japón.
Sin dudas una combinación de estas dos últimas deberá inexcusablemente transitar la Argentina para darle creciente bienestar a la población y evitar los bruscos avances y retrocesos tan conocidos en nuestra historia que van dejando su secuela acumulativa de pobreza estructural año tras año.
*Director del Centro de Estudios para el Desarrollo. Miembro del Club Político argentino.