Por momentos, la actualidad puede ser el extraño cruzamiento de hechos inciertos que dibujan un tejido frágil de noticias; otras veces, de golpe, ese tejido adquiere colores muy vivos y ocupa casi toda la pantalla. El sábado de la semana pasada comentaba en esta columna la culminación de la primera etapa de un gran escándalo de corrupción que comenzó en diciembre tras una denuncia del diario digital Mediapart; como dicho escándalo tenía como escenario a Francia, se me ocurrió titularla “Sí, allá también”. Al día siguiente, por la noche, Lanata desencadenó (acá, no allá) otro escándalo mayúsculo en su programa de televisión PPT. Esa parece ser la tonalidad de estos días. Asumámosla, porque el tema de la corrupción es central.
Conviene no olvidar que la ideología política dominante en las democracias capitalistas de Occidente, durante buena parte del siglo pasado, se ha alimentado de teorías consistentes en trasladar al campo político, bajo distintas formas, el modelo del homo economicus. La versión más conocida de estas teorías, que algunos llaman “neo-utilitaristas” es la teoría del Rational Choice, la teoría de la elección racional. El comportamiento político no sería substancialmente diferente del comportamiento económico: resultaría de una operación de cálculo. El interés del actor es la maximización de sus bienes materiales, y su comportamiento electoral es el resultado de un cálculo costo/beneficios: votará por el candidato que encarne la mayor probabilidad de satisfacer, con sus decisiones en tanto representante electo, los intereses del actor. ¿Quién conoce mejor que el actor sus propios intereses? En esta perspectiva, una de las dimensiones básicas de la democracia es asegurar que el actor tenga la libertad de ejercer ese derecho a tomar las decisiones que él considera más favorables a sus intereses. Nótese que se trata aquí de los intereses individuales de cada actor: ¿qué otros intereses puede haber? Si en algún momento se habla de ‘intereses colectivos’ esos intereses sólo pueden ser un medio (entre otros) para la maximización de los bienes materiales de cada actor.
Así se puede describir la dimensión estrictamente racional-instrumental del comportamiento económico y también del comportamiento político. Ahora bien, los actores sociales que andan por ahí (afortunadamente o por desgracia, según los casos) no se parecen en nada a este retrato, y los defensores de las teorías neo-liberales lo saben mejor que nadie. Agregan, entonces, a su modelo múltiples variables ad-hoc, muchas de ellas psicológicas, que quedarán inevitablemente definidas como irracionales: si, es verdad, los actores empíricos nunca son estrictamente racionales, siempre tienen algún grano de locura. Hasta son capaces de actuar contra sus propios intereses individuales. Qué le vamos a hacer.
El lector pensará que me olvidé de la corrupción. Pero no. El político corrupto ¿es un loco, un irracional? De ninguna manera: está operando en función de un cálculo costos-beneficios a la luz de su interés individual. ¿No es esa la definición del racionalismo instrumental? Alguien interviene: ¿Y el bien común, y los valores morales? El abogado del diablo responde: ¿Y eso de dónde sale? Los valores morales, el bien común, a mí, literalmente hablando, no me interesan. No maximizan en nada mis bienes materiales. Y todos seguimos esperando la mano invisible de Adam Smith, que no aparece por ningún lado.
El pobre Adam Smith –que no tiene la culpa de nada– le daba sin embargo mucha importancia a los sentimientos morales (puramente burgueses, es verdad). En todo caso tenía una visión de la acción racional más amplia que la que se instaló en el desarrollo ulterior del capitalismo industrial y post-industrial.
Para pensar la racionalidad, tenemos que recuperar los afectos: no son la contracara de la razón, son una de sus dimensiones fundamentales (y por lo tanto también lo son los valores y los bienes colectivos), como lo explicó y argumentó Charles Peirce, el fundador de la semiótica, hace 150 años. Ante la corrupción, tenemos que movilizar las emociones, como ya lo han hecho, entre otros, los indignados españoles. Tenemos que activar esa “rabia democrática” de la que con tanta justeza ha hablado el Beppe Grillo en Italia. Seamos más racionales que los neo-utilitaristas corruptos: ha llegado la hora de enojarnos.
*Profesor emérito Universidad de San Andrés.