Siguiendo con algún pensamiento anterior sobre la naturaleza de la figura y del fondo, hoy se me hace evidente que existe, como en el Bosco, como en Marcos López, la posibilidad de abigarrar el fondo de manera tal que la figura desaparezca, que su visibilidad se torne tan dudosa que sea lícito cuestionar su lugar como concepto.
La anécdota de Balcarce, el perro de Macri, es un ejemplo. En medio de las brutales represiones, los despidos indiscriminados, la agenda de Davos, los diseños de billetes sin rostro o causa para honrar más que la inflación, la detención racista de Milagro Sala, el pedido “informal” a los artistas de la Ecunhi para que desalojen el predio donde forjan la estatua de la Mujer Originaria (primera víctima de la barbarie) con el bronce de llaves donadas por todo el país, etcétera, la imagen del perro sentado en el sillón de Rivadavia es una excelente distracción: está formalmente mejor compuesta que otros íconos, captura más rápidamente la indignación y la sonrisa y al asociar lo uno con lo otro logra gotear un mensaje subliminal de inocencia sobre la verdadera rapiña.
¿Qué hay que hacer? ¿Escandalizarnos por el poco respeto a las instituciones? El perro es un detalle insignificante: las instituciones ya han sido laceradas de otros modos más salvajes. Y el sillón, es bien sabido, jamás fue de Rivadavia, quien por cierto fue otro cretino. Sostengo que la construcción de este fondo, de este collage de macramés, urde la trama colorinche en la cual se pierden, como otros elementos del fondo imperceptible, las atrocidades más urgentes.