Mientras espero que Aira gane el Nobel, me detengo en este pasaje de El cerebro musical, su último libro: “¿Habré sido un genio incomprendido, o apenas un talento a medias, extraviado en los meandros del vanguardismo?”. Está claro que ganar el Nobel no es garantía de talento ni de que el autor haya sido comprendido, pero ciertamente es un signo de reconocimiento y Aira no podrá seguir incurriendo en ese tipo de coqueterías.
Otro libro de Aira apareció al mismo tiempo: Sobre el arte contemporáneo, que contiene una conferencia que el autor dio en Madrid en mayo de 2000. Es de un brillo extraordinario (aun para los altos estándares del autor), lleno de ideas sobre la relación entre la plástica y la literatura, la historia de estas disciplinas y sobre el presente y el futuro del arte en general. En este ensayo (¿ensayo?), Aira dice que el arte contemporáneo es un estado al que llegaron las artes visuales a partir de los años 70, una especie de limbo en el que se realiza de algún modo el fin de la historia (aunque Aira no hable de Fukuyama): a partir del triunfo de las ideas de Duchamp, ya no hay posibilidades de crear escuelas, de discutir valores ni de plantear debates entre vanguardias porque rige un presente absoluto en el que las obras surgen de la nada, son inconcebibles sin su discurso y ni siquiera pueden ser reproducidas. Agotados los impulsos modernos, abolida la controversia interna y toda noción de progreso, dice Aira, se vive en una “fascinante diversidad”.
Esta situación proyecta sobre la literatura una extraña sombra. El mundo del arte contemporáneo es inconcebible sin sus curadores, galeristas, críticos y coleccionistas, y también sin el dinero: “Los océanos de dinero que fluyen hacia el arte contemporáneo, y la portentosa legitimación social consiguiente, promueven un clima de trabajo festivo compartido, al que si hubiera que buscarle un paralelo en la literatura, se lo encontrará en las residencias de escritores, talleres, clínicas, ferias, coloquios, turismo de alta gama y experiencias de promoción de la creatividad”. En ese contexto, ya no hay o no habrá lugar para el escritor como figura del solitario atormentado y su sucesor es un individuo comunicativo y gregario como son los pintores desde hace décadas. Como ha declarado uno de los editores de Aira, es un deber de todo escritor asistir a fiestas.
Pablo Gianera, en una nota reciente, impugna una idea del ensayo, la de que la verdadera creación es la que no deriva de ninguna parte. Dice Gianera que eso es posible para un artista como Aira, pero un crítico como él necesita saber que Cecil Taylor representa una reacción frente a Charlie Parker y Aira otra frente a Cortázar. Me pregunto si no será al revés: tal vez el artista necesite aclarar su relación con la disciplina mientras que el crítico no tiene por qué ocuparse de la detección de influencias. Gianera tampoco adhiere a la euforia frente al arte contemporáneo. Puede ser que Aira le conteste indirectamente cuando comenta que el Cándido de Voltaire (¡qué libro insufrible!) quiso ser una refutación de las ideas de Leibniz y se convirtió en “su más convincente ilustración”. Acaso Sobre el arte contemporáneo sea menos una apología de lo establecido que su más contundente demolición.