No es que sea una polémica de veras, pero el supuesto escándalo del patito de hule en la cintura del lobo de mar (intervención de Marcos López como ícono del 32º Festival de Cine de Mar del Plata) pide a gritos que revisemos presuposiciones, lugares comunes y tragedias del sentido.
López, cultor del pop latino tal vez a su pesar, preso involuntario de su propia máquina delirante, de su angustia desbocada, ingeniero del sinsabor y la melancolía del colorete es ya un artista con impronta, con sello, con trazo inconfundible, un provocador de las más minusválidas categorías del “buen gusto”. Tal vez es por eso que el emplazamiento de su obra en el espacio más simbólico de Mar del Plata, allí donde la ciudad se erige en monumento de sí misma, a los pies del arquitecto Bustillo quien fuera contratado por el gobernador Manuel Fresco (que adoraba bustos de Hitler y Mussolini en su despacho) para dotar a la ciudad de la jerarquía de una Biarritz, ícono de alfajores y de timbas de medio pelo, allí en el ojo de esa tormenta de clase media y apetitos fascistoides que ha sido y es La Feliz, la obra logra el duro mérito de desatar la seudocatástrofe. He leído todo tipo de improperios: que es feo (como si eso tuviera algo de objetivo), que no es arte (como si los lobos de José Fioravanti sí lo fueran), que desprestigia al festival (como si lo lúdico no estuviera relacionado con el séptimo arte), que cómo se le ocurre.
La clase media viene avanzando firmemente sobre su propia desfiguración, sosteniendo los ideales de una oligarquía a la que no pertenece, suponiendo que la chilenización de nuestras leyes laborales la dejarán del lado ganador de los empleadores y no del perdedor de los empleados, urdiendo la estética moral y la estética visual de Nordelta. Así que es lógico que el retroceso se dé también en la actitud del ojo, alguna vez más suelto y liberado, ahora vigilante y botón. Pero ya que hablamos de estética moral, tal vez sea hora de asumir que existe y que ha existido siempre: yo creo que se trata de la sempiterna lucha del realismo con todos los otros ismos, una lucha que la garantía mimética y la comodidad del ojo parecen tener ganada de antemano. Es siempre una pulseada digna de ser jugada.
Sería en vano explicar por qué me parece fenómeno el lobo vetusto, pétreo, hundible, amarrado provisoriamente al patito y a los laureles del triunfo de hule. Basta ver la cara tristona del pato para preguntarse qué es todo esto, cómo hemos llegado a tanto.