Desde hace muchos años colecciono postales de escritores. Se las encuentra en la mayoría de las librerías del mundo, y como soy uno de los pocos cultores de la idea de que los autores son más importantes que sus obras, me regodeo a veces mirándolas, de lo que indirectamente resulta que no necesito llevar conmigo la colección para saber con certeza cuál postal tengo y cuál no: a diferencia de lo que ocurre con el resto de las materias o quehaceres en que me muevo o suelo tener entre manos, nunca me equivoco; mejor dicho: mi colección de postales es el único asunto en el que nunca me equivoco.
Pasando postales de escritores la impresión que se tiene es un poco la misma siempre: poses de maniquí, o en cualquier caso de personas que parecen enyesadas en el intento de aparentar un aire intelectual e inteligente, muchos primeros planos, manos que sostienen lapiceras, libros, y sobre todo mentones; escritorios que tienen encima máquinas de escribir, libros, revistas y diarios. Es raro que los hayan sorprendido en poses naturales, inadvertidas, fuera de un ambiente donde parecen pulular otros escritores, periodistas, críticos, premios literarios y librerías o ferias, con mesas y libros que esperan ser autografiados. Por ejemplo, ocupados en condimentar una ensalada (tengo una donde John Irving parece muy divertido haciendo eso), regando las plantas (adoro una foto de una Eudora Welty que riega las plantas de un jardín del modo más perezoso posible: tendida en una reposera) o jugando una partida de tenis (como Aleksandr Solzhenitsyn, según indica el reverso en Vermont en julio de 1975). Me gusta pensar que mis semidioses amados u odiados hacen cosas que yo mismo puedo hacer o que tal vez hice en algún momento. Afirmación que no es del todo cierta, porque no recuerdo nunca haber bailado delante de un árbol de Navidad como lo hacen Francis Scott Fitzgerald, Zelda Fitzgerald y la hija de ambos, Frances, en su casa en París (el reverso no especifica la fecha, pero a juzgar por la edad de la niña debe ser de 1925).
Por otro lado es comprensible: los escritores no pasan todo el tiempo inclinados sobre un escritorio; es por eso que existen fotografías de Agatha Christie tratando de subirse a una tabla de surf, de Marcel Proust tomando una raqueta de tenis como si fuera una guitarra, de Mark Twain que mira con aspecto exageradamente concentrado una mesa de billar y tres bolas (dos blancas, una roja), de Ken Follett tocando la guitarra con su banda de blues, de Truman Capote bailando con una dama ignota en el hotel Plaza de Nueva York (tengo muchas fotos de Capote bailando, al escritor de verdad le gustaba bailar), de Jack Kerouac en plena avanzada solitaria en un partido de fútbol americano (naturalmente antes de joderse una pierna y dedicarse por completo a la literatura), de Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre paseando por la rambla de Copacabana, de Yukio Mishima haciendo una pausa durante un entrenamiento de físicoculturismo en un gimnasio de Tokio, de Ezra Pound paseando con sus nietos en Tirolo (el viejo pesado y fascista se divierte tirando de la trenza de la pobre Patrizia), de George Bernard Shaw ya viejo (es de 1925, tenía 79), en traje de baño, boca abajo sobre una plataforma flotante, tratando de avistar algo en el fondo marino... Pero mi preferida es una de Pier Paolo Pasolini jugando al fútbol: la tensión que emana de esa foto proviene del hecho de que Pasolini está ignorando todo lo que pasa a su alrededor; toda su atención está concentrada en el balón que se desplaza a su lado. Es la mejor foto de un escritor haciendo lo que mejor sabe hacer. Después de escribir, claro.