Pienso en Duhalde emocionado, y un poquito me emociono. Con tanta nitidez lo imagino, que es casi como si lo viera: estremecido en el sillón mullido de su living banfileño, con Chiche al ladito o muy cerca, viendo por televisión al Papa y dejándose embargar por una impensada ternura. Lo conmueven las palabras del flamante Sumo Pontífice, su llamado a la bondad, su invitación a deponer el odio, la soberbia y la envidia, su pedido de evitar las peleas, su mensaje de reconciliación. A Duhalde todo eso lo afecta, lo deja pensativo, lo hace recapacitar.
El mismo lo contó el otro día: “Me sentí tan conmovido que me puse a pensar con quién a lo largo de mi vida había tenido grandes broncas, problemas” (La Nación dice “broncas” y “problemas”, Clarín dice “fuertes peleas”; no sabemos cuál es la verdad). No reveló la longitud de esa lista perniciosa ni detalló tampoco su composición integral, pero sí mencionó su encabezado: “Me acordé de Menem”. Imbuido de ese espíritu de paz, Duhalde fue a visitarlo a su mansión de Belgrano R.
Aquellos viejos compañeros de fórmula, los hacedores de la revolución productiva y el uno a uno, de los indultos a los represores y las privatizaciones a mansalva, se habían enemistado con el tiempo. Pues bien, ahora se reconciliaron. Se reencontraron, se abrazaron y restablecieron la paz. El gesto de Duhalde tiene en verdad un doble valor, porque para Menem transcurren días ciertamente difíciles: acaba de ser condenado por la Sala I de la Cámara Federal de Casación Penal en la causa del contrabando de armas a Croacia y Ecuador.
Es una pena que este espíritu de paz no haya imperado hace tiempo entre los argentinos. Esas armas, combustible de guerra, no habrían sido enviadas jamás, y mucho menos clandestinamente. Y tal vez no se habría producido aquella tan sospechosa explosión en la fábrica de municiones de Río Tercero, Córdoba, que costó siete vidas humanas, una falta de armonía total. Y es una pena que esta tanta ternura no haya tocado algún tiempo antes el corazón de Eduardo Duhalde. Seguramente no habría mandado a reprimir a la Policía de la Provincia de Buenos Aires en aquel oprobioso 26 de junio de 2002, cuando él era presidente y sólo hablaba de mano dura y de poner orden, cuando bajo su responsabilidad el Puente Avellaneda fue un paisaje de sangre y fuego. Maximiliano Kosteki y Darío Santillán estarían vivos: luchando por los humildes, por un mundo más bueno, por un mundo más justo. Un mundo donde reconciliarse y poder vivir en paz.