Los grupos de poder con capacidad de desequilibrar, o de contribuir a equilibrar, la estabilidad de los regímenes políticos cambian con las circunstancias. Sólo desde la perspectiva de esquemas muy cerrados, como el que busca explicar todo a partir de la lucha de clases, puede aspirarse a una generalización por encima de las diversas circunstancias en las que se forman y operan los regímenes políticos. Siempre hay instituciones y siempre hay una distribución del poder que las excede, o las condiciona, o las amenaza.
Algunas veces esos factores extrainstitucionales provienen de grupos con mucho poder económico, ya sea porque se alían a sectores que participan del control del Estado, ya porque detentan fuertes posiciones oligopólicas. En la Argentina de nuestro tiempo hay quienes ven en esa situación a los productores agropecuarios –al menos a buena parte de ellos–; la mayoría de la población no comparte esa visión, por lo que ese pasa a ser un eje de debates políticos más que un diagnóstico cierto. En las economías que funcionan con un sistema de “capitalismo de Estado” las alianzas entre grupos empresarios privados y los gobiernos son decisivas, y aunque en general en esas situaciones son los socios políticos de esas alianzas quienes ejercen más poder, algunas veces eso desata conflictos de importancia.
La situación predominante durante el último siglo fue la concentración de altas cuotas de poder en sectores que frecuentemente fueron llamados “corporativos” –en el sentido del modelo corporativista de orden social, no en referencia a las empresas que también suelen ser llamadas corporaciones–. Las Fuerzas Armadas, la Iglesia y los sindicatos son paradigmáticos en esa situación; en buena medida, la historia argentina del último medio siglo es una historia de las transformaciones de ese orden corporativo que ha condicionado siempre el funcionamiento de las instituciones republicanas y la democracia representativa.
Al igual que en casi toda América latina, el proceso político en nuestro país comenzó a cambiar profundamente cuando el peso político de los militares fue diluyéndose, a partir de 1983. No es así en otras partes del mundo, como los sucesos actuales en Egipto lo están demostrando; allí las Fuerzas Armadas son decisivas, casi no hay un equilibrio político concebible sin ellas. Algo similar ocurre en Pakistán, en Turquía y en otros países del Cercano y Medio Oriente –también en Cuba, en Venezuela, en Ecuador y en Bolivia, pero no en el resto de América latina–.
En los países católicos el peso político de la Iglesia también se ha reducido enormemente. Ya casi es inconcebible que políticas públicas como las relativas al matrimonio, las relaciones sexuales o la educación sean influidas en alto grado por la Iglesia, como lo fueron tiempo atrás. Pero en otros lugares –de nuevo, en Medio Oriente, en buena parte del mundo islámico y en no menor grado en Israel– la política tiene un alto, y a veces altísimo, componente de poder ejercido por organizaciones religiosas.
Los sindicatos, en la Argentina, han preservado una cuota de poder notable. La adquirieron bajo la influencia de los gobiernos militares, pero la mantuvieron y acrecentaron después de 1983. Eso no pasa en todas partes del mundo. El poder de los sindicatos en la Argentina es tan grande que muchos ciudadanos se preguntan si, al decidir a quién darán su voto en una elección presidencial, no tienen que tomar en cuenta la probabilidad de que un gobierno electo pueda resistir las presiones de los sindicatos. No es fácil explicar por qué se ha dado este fenómeno de creciente poderío sindical en un país como la Argentina, donde gran parte de la población no tiene a esas organizaciones en alta estima y donde más de la mitad de las personas que trabajan no reciben ningún beneficio generado por ellas –sin hablar de las desprolijidades y los fraudes en el manejo de las obras sociales–.
No todo el poder extra institucional se agota en el poder económico o en el de las organizaciones corporativas. Cambian los tiempos, cambia la infraestructura comunicacional y técnica, cambia la estructura social y por supuesto con esos cambios sobrevienen nuevas formas de intervención de la sociedad civil y de diversos grupos de activistas en los procesos políticos. Siempre, en todo régimen político, hay un trasfondo donde acecha la fluctuante legitimidad de los gobernantes y el humor de la sociedad. El gran avance de la democracia fue institucionalizar, en todo lo posible, esos fenómenos. No todo es posible. Quien mira el poder de los sindicatos argentinos, el poder de los militares egipcios, el poder de los ayatolas iraníes, no puede dejar de interrogarse acerca de los sinuosos caminos que transitan las naciones en busca de la legitimidad política.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.