En la política no hay nada mejor que obrar como un camaleón para durar y hacer fortuna. Cualquier reputación de identidad es sólo un hábito que debe vestirse y quitarse en el momento apropiado. Eso, que una praxis, se denomina oportunismo, en otra puede considerarse suprema prueba de talento. No es otro el caso de Jan Vermeer (1632-1675), cuyos claroscuros luminosos, delicada sensibilidad cromática, absorta poesía de las incidencias de la luz, y vivaz puntillismo que hace resplandecer los objetos permitieron que Marcel Proust definiera su obra como “una belleza que se basta a sí misma”.
Vermeer tardaba tanto en componer sus cuadros y le costaba tanto venderlos a buen precio que empezó a falsificar obras y firmas ajenas y certificaba su autenticidad luego. En esa tarea fue versátil y prolífico: los mejores museos de Europa cuentan con numerosas obras de grandes maestros provenientes de su pincel. Quizá pretendió además probar a los entendidos del futuro que en el siglo XVII existió un artista que poseía todos los secretos de la pintura.
Falsificador por hambre, por talento y por orgullo, recibió el castigo que la posteridad destinaba a su insolencia. Apenas muerto, su obra desapareció por años de la estima de historiadores y coleccionistas. De sus pequeños cuadros (un microcosmos de bellezas pictóricas y de sutiles observaciones) se perdió toda huella después de la subasta de 1696, y a menudo sus firmas fueron recubiertas por otras, con objeto de hacer pasar sus cuadros como obras de artistas que gozaron de mayor fortuna crítica. Recién dos centurias más tarde, su tarea empezó a ser valorizada, corregidas las falsas atribuciones a su pintura, y él mismo se volvió objeto de falsificación. No es ocioso que la crítica de arte Lilita Carrió haya dicho que si te acostás con Massa te sale un Néstor Kirchner. Lo que omitió decir es que el hijo tendría la cara de Perón.