Después de las elecciones viajo a Quito. Eludo un piquete descomunal y estoy en patria quichua, o kichwa, así que me concentro en un breve diccionario de la lengua quiteña que robé sin culpa del bolsillo del avión; robar de allí no es robar. Encuentro una elocuencia deliciosa. Por ejemplo, hay dos maneras muy distintas de decir “¡ay!”: si el objeto de dolor es caliente, la interjección es “¡arrarray!”, pero si es frío, se debe decir “¡achachay!”
En el trabajo, los colegas ecuatorianos me preguntan qué pasó en las elecciones. No tengo idea. La conexión en el hotel es lenta. Así que les traigo noticias viejas a pie de urna: que todos festejan. Todos. Felices. Las cuentas no cierran, pero en ningún bunker reina la apatía y en cambio se da naturalmente el baile. Los ecuatorianos no entienden y repreguntan: ¿pero quién ganó?
Es difícil. El cristinismo mantiene sus puestos, así que allí todos festejan como locos. El PRO festeja en Capital, y como casi no existe en otros distritos, al oficialismo no le preocupa y afirman que perdió votos en favor de Pino y sus ocasionales compañeros. Pino festeja. Lilita festeja. El Partido Obrero festeja. Massa festeja. “¿Y de qué partido es Massa?”, me preguntan. Ah, ¿cómo se contesta a eso?
Ensayo mi explicación for export, ya que ante cuestiones seudocomplejas (falsas complejidades) prefiero cortar por lo sano con parábolas. Todos festejan porque en realidad fue una interna peronista; en ella todos decidimos –parece- la futura derechización de los principios básicos del muy elástico peronismo. Todos los que celebran como si no hubiera perdedores son diversos estratos peronistas de épocas geológicas mixtas. Nos gobernarán por siempre, les digo, como el PRI en México, porque estar en el poder en la Argentina implica una manera ya naturalizada, no significante, de peronismo. Las consignas del festejo son al mismo tiempo de arrarray y de achachay: lo que duele es indefinido, como en toda parranda pasada la medianoche.