La mitad fantasma somete al lector a cierto grado de perplejidad: ayer una amiga me escribió que no sabía si se trataba de una genialidad o si iba a terminar tirando el libro por la ventana. Esa oscilación es, creo, el triunfo paradójico que obtiene Alan Pauls con su nueva novela. No renunciar ni por un instante a la intensidad de sus operaciones literarias, como decía un lema de la vieja vanguardia maoísta: no transar.
Lo primero que hay que decir es que se trata de un libro que te pica el cerebro, una novela que se desplaza como un sistema de recuento obsesivo y constante (un Proust enloquecido por Bernhard) sobre los procesos mentales de Savoy, un juventón de 50 años que se enamora de Carla, una chica de 30, con la que vive un breve romance que se prolonga en el tiempo por vía de Skype, una ya vieja-nueva tecnología. El fantasma, que desde hace centurias o milenios venía ensabanado o flotaba como un demonio del mal, como una nostalgia del amor perdido o un regreso de difuntos, ahora encarna en la evanescencia de la voz en la pantalla o en la opacidad del celular. Contra esa superficie pálida y pulida se proyecta la aventura de Savoy, un explorador extraviado en la materialidad del mundo y su condición de supermercado o de Aleph degradado. Savoy es una especie de Monsieur Valenod al revés, alguien que a cambio de tasar el precio de los objetos que consume para aumentar su valor en el mercado político de la Francia post napoleónica, es consumido por el frenesí de su inutilidad, adquiere lo que necesita, fascinado por su condición de desecho proliferante.
Pauls, que lee su novela en clave una comedia contemporánea, cuenta una doble aventura: la de un personaje que lo da todo cuando avaro o desesperanzado persigue y no se muestra al objeto de su amor, y la propia, la de un autor que extenúa sus materiales, exprime su fraseo antes olímpico y elegante y ahora desesperado en busca de darlo todo de una vez, y fieramente.