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Fenomenología de la estupidez

Con las debidas disculpas al profesor Bunge, leo un ensayo de un discípulo de Hegel, Johan Eduard Erdmann (1805-1892). Se titula Sobre la estupidez y comienza con un ejemplo divertido. Un chico tonto viaja con su familia de una ciudad a otra. Sorprendido al ver que el tren se va llenando de pasajeros, pregunta: “Mamá, ¿qué va a hacer toda esta gente a la casa del abuelo?”.

Quintin150
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Con las debidas disculpas al profesor Bunge, leo un ensayo de un discípulo de Hegel, Johan Eduard Erdmann (1805-1892). Se titula Sobre la estupidez y comienza con un ejemplo divertido. Un chico tonto viaja con su familia de una ciudad a otra. Sorprendido al ver que el tren se va llenando de pasajeros, pregunta: “Mamá, ¿qué va a hacer toda esta gente a la casa del abuelo?”. Erdmann parte de esa anécdota y llega a conclusiones sorprendentes. El niño le permite descubrir que la estupidez consiste en tener un punto de vista muy limitado sobre el mundo, en verlo como si se lo espiara por el ojo de una cerradura. Como si –para fijar las ideas– se lo viera bajo el prejuicio de que todos los chacareros son millonarios y golpistas. Al final de su exposición, Erdmann se encuentra con otro ejemplo sorprendente, el de una chica que afirma que dos mellizos son idénticos, pero especialmente el mayor. Y de allí (estos hegelianos son incorregibles) deduce que la extravagante estupidez de la frase conlleva nada menos que la prueba de que la identidad no es idéntica a sí misma. Pero el hombre va más lejos y tiene una intuición muy aguda: que esa clase de estupidez nos alegra y nos fascina por su ser distinta, original. Esa sublime tontería se parece mucho (casi como nuestros mellizos) a la genialidad del artista.
Si hubo un artista preocupado por la estupidez, ese fue Flaubert, que no era hegeliano. Pero durante años se dedicó a acumular frases que encontraba en las publicaciones de su época y que le parecían cumbres de imbecilidad. Esos archivos, agrupados bajo el título de Estupidiario, estaban destinados a ser parte de Bouvard y Pécuchet, su gran novela inconclusa, que iba a terminar con una sinfonía de frases estúpidas. Flaubert escribió también un diccionario de estupideces, al que llamó Diccionario de lugares comunes, y lo prologó con dos citas. Una es anónima: el clásico proverbio Vox populi, vox Dei. La otra pertenece a Chamfort y dice así: “Apostaría a que toda idea pública, toda convención recibida es una tontería, pues ha sido del gusto de la gran mayoría”. Aunque no parezca, la estupidez no es para Flaubert demasiado distinta que para su contemporáneo Erdmann (los mellizos nos persiguen, ésta es una nota bajo el signo de Géminis). Por un lado está la de sus clínicamente idiotas pero encantadores copistas, que aspiraban al saber del mundo tan obsesivamente como su creador, un maniático del detalle irrelevante. La bestia negra de Flaubert, su enemigo acérrimo, no era la sagrada estupidez del idiota en singular, sino la esencia de la conversación mundana: la frase irreflexiva, gastada por el abuso, consagrada por el medio pelo de su siglo. Y tan falsa, como diría Adorno cien años más tarde, como sólo un lugar común puede serlo.
En la lista de frases compiladas por Flaubert figuran algunas desopilantes como “El matrimonio es un desinfectante”, “El patíbulo es un altar” o “Los perros son generalmente de dos colores opuestos, uno claro y otro oscuro, a fin de que estén donde estén en la casa, puedan ser percibidos contra los muebles, con cuyo color se confundirían de no ser así”. En la actualidad, muchas de estas frases son consideradas completamente absurdas e incluso algunas se han vuelto incomprensibles. Flaubert creía que, al transcribirlas, sus usuarios se verían en ridículo y dejarían de usarlas, lo que finalmente ha terminado ocurriendo.  Sin embargo, nunca hay que dar por muertos a los lugares comunes. Uno de ellos, “Argentina, granero del mundo”, parecía haber perdido definitivamente su vigencia tras un largo reinado. Pero hoy no hay dirigente político, gremial, agropecuario, eclesiástico, opositor u oficialista que no diga –como si fuera la verdad revelada– que la Argentina tiene una oportunidad única de abastecer al mundo de alimentos. Una frase melliza a la anterior, como corresponde.