En última instancia, todo es cuestión de ficciones. La primera, que un territorio, un cuerpo de leyes, un Estado y varios millones de conciudadanos/as constituyen una nación. No hay ninguna naturaleza en esto: no nos une la sangre ni la tierra (tierra de la que ni siquiera somos dueños), sino una serie de ficciones en forma de memorias, historias y relatos que a todo eso, para colmo, lo llaman Patria. Es una ficción poderosa, y sobre ella se basa buena parte de la modernidad –por lo que no podemos discutir su eficacia–. Y hay una segunda ficción: la de que grupos de hombres jóvenes –y sólo hombres jóvenes–, vestidos con unas prendas cuyos colores recuerdan más directa o más vagamente los colores de una bandera, representan a esa patria en unos acontecimientos cada vez más globales llamados Mundiales de Fútbol.
Y sin embargo, creemos en esas ficciones. Si no creyéramos la primera, no habría naciones ni historias ni actos patrióticos en las escuelas –es posible que no hubiera escuelas–; si no creyéramos en la segunda, la FIFA sería un almacén. Esas creencias son las que sostienen todo lo que ha venido ocurriendo este mes: desde las publicidades que les ponen camisetas argentinas a los productos más ridículos hasta los gritos altaneros de Vignolo o Fantino; desde los peregrinajes populares a Brasil hasta las entradas compradas en la reventa por cifras inverosímiles; desde los pavoneos de unos cuantos políticos en las tribunas cariocas hasta los festejos callejeros; de los rituales televisivos en compañía hasta la proliferación de videos personales, “memes”, tuiteos y debates en Facebook sobre la sexualidad de Lavezzi o la heroicidad de Mascherano.
Porque, para colmo, es fútbol: no ocurre ni ocurrirá con el básquet o con el hockey femenino sobre césped, para nombrar dos deportes objetivamente más exitosos en el plano internacional que el fútbol. Por un lado: el fútbol es un deporte masculino –o su práctica femenina está minuciosamente oculta–, y la patria es cosa de hombres, por una simple cuestión de poder (y de abuso). Por otro: el fútbol es nuestro deporte más democrático, en el sentido simultáneo de su posibilidad abierta a las clases populares –por eso abundan los relatos épicos del ascenso social– y del modo en que cruza todas las clases sociales –y esto se ha radicalizado en las últimas décadas, en que algo tan plebeyo como el fútbol pudo incorporar hasta a las burguesías–.
Entonces, esa mezcla de democratismos y ficciones poderosas se cruza con la condición excepcional de los mundiales, un rito periódico que demora cuatro años en repetirse. Si los mundiales fueran todos los años, nada de todo esto ocurriría: la FIFA –que no es un almacén– sabe que la escasez incrementa el precio de la mercadería y por eso la retacea.
Sabe que tiene en sus manos la mercancía más valiosa de la industria cultural, y la administra con tanta sabiduría como corrupción, excesos, prepotencia, autoritarismo y grosería: en fin, como corresponde al capitalismo globalizado.
A todo esto le debemos agregar la increíble facilidad del fútbol para cargarse de emotividad. Algunas falaces –el llanto, la historia desgarradora, el melodrama– y otras más propias del juego: simplemente, escribo esto sin saber qué va a ocurrir un domingo de julio, después de que a lo largo de este mes ocurrieran tantas cosas que nadie sabía que iban a ocurrir. Lo impensado, lo imprevisible, lo sorpresivo, hasta lo bello: aquello que a muchos nos tiene pendientes de algo tan banal como un partido de fútbol, de algo tan ficticio como que en un mundial juega algo parecido a la patria. Una vez que aceptamos el pacto y creemos en esas ficciones, gozamos y sufrimos con ellas.
*Doctor en Sociología, profesor de la UBA e investigador principal del Conicet. Entre otros libros, publicó Fútbol y patria (Prometeo, 2008).