COLUMNISTAS

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Hay preguntas que, por obvias y sobre todo recurrentes, suscitan las respuestas más pobres. No corresponde, empero, darlas por agotadas, entre otras cosas porque aun carecen de respuesta. Una de ellas, vieja y hasta descascarada, sigue siendo sin embargo expresiva y valiosa. ¿Qué es ser de izquierda hoy en la Argentina? ¿Y qué es ser de derecha?

Al margen de definiciones pedestres y arcaicas, en la Argentina la cuestión se complejiza, porque el magma peronista abarca desde su nacimiento todos los colores de la paleta. Por ende, si en el movimiento que se define como popular por antonomasia hay espacio vacante para extremos tan antagónicos, ¿dónde quedan las otras catalogaciones?

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La prueba de que, desde una mirada orientada hacia la comprensión europea, la Argentina exige descripciones siempre insatisfactorias la dio esta semana El País de Madrid. En una crónica desde Buenos Aires sobre la decisión del gobierno de Cristina Kirchner de manejarse en 2011 sin Presupuesto debidamente aprobado por el Congreso, el diario definió al partido fundado por Mauricio Macri, PRO, como formación “conservadora”. Es una descripción problemática, sobre todo cuando se advierte lo mucho y decisivo que quieren conservar fuerzas y espacios que se definen como habitantes de sus antípodas.

La Argentina elude las taxonomías. No prosperan lenguajes claros e inconfundibles. Es probable que se pueda definir a PRO como espacio de centro, o centro “derecha”, pero no deja de ser gelatina liviana este palabrerío. ¿Es de izquierda la filosofía fiscal de un gobierno como el que la Argentina tiene hace casi ocho años, que le cobra el mismo IVA a pobres y a ricos, pero mantiene en bajísimos y absurdos niveles las tarifas de los servicios que pagan los millonarios? Parte del galimatías deriva de lo acontecido en los últimos años en democracia, porque el justicialismo ha logrado ensortijarlo y difuminarlo todo.

A partir de 1989, por ejemplo, el gobierno de Carlos Menem y Eduardo Duhalde zambulló sin retorno en la criminalización indiscriminada de lo estatal. Pese a previsibles chisporroteos, en esencia el peronismo no cuestionó ese modelo y en 1995 Menem fue reelecto con una clara mayoría, aun cuando a mediados de 1994 el proceso ya era irreversible y el daño estaba hecho.
Las privatizaciones fueron masivas, totales y ciegas: aerolíneas, ferrocarriles, teléfonos, petróleo, agua, gas, electricidad, todo el complejo estatal fue desarmado velozmente. El peronismo gobernante de aquellos años tenía un punto: el Estado ya era insostenible a fines de los 80. Pero cuando el presidente Alfonsín procuró incorporar capital privado a Aerolíneas Argentinas y Entel, un Congreso furiosamente opositor lo corrió “por izquierda”. Cuando ellos llegaron al poder, la realidad fue otra.

En el subsuelo profundo de este razonamiento, ese peronismo conducido por el presidente Menem había comprendido (acertadamente) que una era había terminado y que la Argentina requería indispensables estrategias destinadas a atraer inversiones y a permitir que actuasen las fuerzas del mercado.
Una década después, las privatizaciones y desregulaciones market friendly del peronismo menemista fueron minuciosamente desandadas por el peronismo kirchnerista. El santacruceño jamás cuestionó a Menem entre 1989 y –por lo menos–1996, pero desde 2003 habló de los siniestros años noventa como si él hubiera llegado al país como “un paracaidista húngaro” (frase que lo fascinaba).

El nuevo discurso fue la simétrica contrapartida del anterior. Se inició la criminalización de lo privado. Con lenguaje vitriólico, derivado de la retórica populista de hace treinta años, se vituperó al “neoliberalismo”. El mercado era la conjura de los malditos. Sólo el Estado asigna bien. Vuelta al fervor por retornar al útero gubernamental. En lugar de los prepotentes gerentes de los rumbosos años noventa, ahora era el turno de los “militantes”.

En ambas circunstancias, es una farsa estructural. El supuesto “neoliberalismo” del peronismo de Menem fue una sobreactuación grotesca que en muchos sentidos debilitó de manera letal a la Argentina. El estatismo populista de estos últimos años es otra agresión a la verdad, porque se pretende ignorar con soberbia lo que el mundo aprendió con el derrumbe del “socialismo realmente existente” (como se autodefinían los regímenes comunistas).

Los derruidos mitos de las economías centralmente planificadas, con control de precios e intervención desaforada en los mercados de un Estado hiperpolitizado resurgieron, como si nada hubiera pasado y el fracaso de esos dolorosos experimentos resultaron de la pura maldad del capitalismo.
En ambas circunstancias, las experiencias peronistas dejan saldos ruinosos. El peronismo de Menem perforó elementales criterios de justa y necesaria intervención del Estado, volcándose a un mercadismo mentiroso y nada competitivo, aderezado con pesada ingesta de corrupción. Ideas necesarias y justas (libertad, mercado, inversiones, previsibilidad) quedaron distorsionadas por un pernicioso extremismo ideológico.

El peronismo de Kirchner rearma un Estado Leviatán, infla sin cesar la planta de empleados públicos, renuncia a todo criterio de eficacia administrativa (paradigma Aerolíneas). Lo hace en nombre de un modelo de “inclusión” que en verdad es puro paternalismo político, con ausencia de estrategias de (aunque sea) mediano alcance. La víctima termina siendo toda política moderna interesada en fortalecer y preservar en el largo plazo valores de seriedad, racionalidad y previsibilidad.
El Estado fue enemigo de aquel peronismo que gobernó durante diez años y medio. Para este peronismo en el poder hace siete años y medio, la bestia negra es toda actividad privada que se niegue a ser colonizada y maniatada por un Ejecutivo inescrutable y caprichoso. Aquel peronismo de Menem no era liberal. Este peronismo kirchnerista no es de “izquierda”.
Seguimos braceando en medio de una nube de gaseosas confusiones, en el escenario del mayor primitivismo retórico.