El lector Mariano Saravia publica este domingo 9 de agosto en Correo un mail en el que critica con dureza y argumentos la inclusión, una semana atrás, de la carta enviada a este diario por el embajador de Turquía en Buenos Aires, Sefic Vuray Altai, en respuesta a la entrevista a su colega armenia, Estera Mkertumian que PERFIL incluyera el sábado 15 con una clara referencia al genocidio sufrido por sus connacionales a manos del gobierno turco en 1915 (https://bit.ly/3fIystU). La carta del señor Saravia –periodista, docente universitario en Córdoba, licenciado en Comunicación Social, magíster en Relaciones Internacionales y autor de diez libros, entre ellos El Grito Armenio (El Emporio Libros, 2007)– formula afirmaciones acerca de los alcances del derecho a réplica que este ombudsman debe rechazar por injustas y alejadas de las intenciones de quien ejerce la tarea de Defensor de los Lectores de PERFIL y de sus ideas acerca de la libertad y de la identificación de masacres históricas como actos de lesa humanidad. Insisto en afirmar lo escrito acerca del derecho a réplica y la aclaración de que éste no implica reconocer los argumentos vertidos por el embajador.
Es probable que el señor Saravia no haya seguido mi carrera profesional y mis posturas acerca de hechos y personajes que él menciona en su carta. Tampoco parece un seguidor habitual de las páginas de este diario, que se ha caracterizado por sostener una mirada editorial claramente contraria a las inhumanas violaciones a la vida consumadas a lo largo de la historia.
Para no salir del tema central (el genocidio de 1915), quiero hacer autorreferencia con algunos párrafos de mi columna “Genocidio, no eufemismos” publicada el domingo 26 de abril de 2015 (ver completa en https://bit.ly/3irIhOq), en respuesta a una carta del entonces embajador turco en la Argentina, Taner Karakas. Señalaba entonces que las apreciaciones del diplomático “pueden ser entendidas en el marco de la histórica política negacionista de los sucesivos gobiernos turcos desde fines del siglo XIX hasta nuestros días, incluyendo la trágica ejecución masiva y el obligado desplazamiento territorial de la minoría armenia entre 1915 y 1924”.
En mi columna, puntualizaba entonces: “La palabra genocidio fue bien definida por el jurista polaco Rafael Lemkin, quien investigó lo ocurrido con los armenios en Turquía y enfatizó tal antecedente para condenar lo que el nazismo hizo con los judíos y otras minorías entre la década del 30 y mediados de la del 40, aplicable también a lo que los militares argentinos consumaron entre 1976 y 1983 (con algunos ramalazos previos desde 1974). Lemkin quiso encuadrar en la palabra genocidio –del griego genos (familia, raza, tribu, pueblo) y el latín cidere/caedere (matar)– las masacres por motivos raciales, nacionales o religiosas” (…) Llamar pan al pan y vino al vino es una de las bases periodísticas de este diario”.
Le respondo ahora a consideraciones del lector que considero agraviantes en lo personal, en lo profesional y en lo ideológico. No siento confusión alguna cuando hablo de libertad de expresión. Está consagrada por las leyes, pero más aún, por las ideas que sustentan la democracia. Es inaceptable que el señor Saravia acuse a quien esto escribe de disfrazar con ella el negacionismo y juegue con la figura abstracta de dar espacio o no a réplicas de genocidas, dictadores o sus cómplices. Hay figuras de la historia que perdieron el derecho por sus aberrantes acotos comprobados. Videla, Pinochet, Kemal Taturk, Hitler, Stalin, son nombres ominosos en la historia de la humanidad. Preguntarme si les daría espacio es, cuanto menos, insultante.