En un hecho gráfico inédito, la Ciudad (y sobre todo, el subte) se ven poblados de afiches bajo una consigna cuestionable (y la cuestiono): gente arrancada del común, esa categoría de casting que se las trae, posando con cara de culo, muy enojados por algo, firmando todos –pese a sus diferencias de clase, edad y género- con la marca “yo decido”. La colección completa es espantosa y nos recuerda que hay efectivamente muchas cosas por las que estar enojados. Cuesta imaginar que es la misma agrupación partidaria que otrora llegó al gobierno promocionando la revolución de la alegría y repartiendo globos. El cambio de marketing es necesario cuando el producto no se altera un ápice, como la Coca-Cola.
La decisión publicitaria no merecería mayor atención que –por ejemplo– el jingle de Marolio, pero me mata la falta de consigna en la venta de ideas: estos modelos de personas enojadas no me aclaran si van a querer pagar o no la deuda ominosa que su partido ayudó a crear, o si van a revalorizar la educación que desfinanciaron a propósito. Todo el fenómeno de empapelado pone muy en primer plano que las campañas políticas se cuecen en oficinas de ideas palermitanas, en diseños gráficos aislados de toda realidad en cuanto al producto alzado en gestión publicitaria. Es una gráfica posada. El “yo decido” con la angustia de los modelos casteados (basta googlearlo para verlo repetido en Ecuador y otros países) es una frase individualista y meritocrática, bastante lejana del “nosotros decidimos”, que pondría en evidencia que no hay tal nosotros detrás de la pancarta.
Pero hay algo más elemental y más automático: el odio se contagia. Es parte del abecé del arte de la puesta en escena; la representación teatral de la violencia (por mera empatía) violenta la mirada del público, igual que estas fotos repetidas y diseñadas de un odio individual generan más odio grupal en quien pasa por la ciudad para ir a su trabajo, a su escuela, a su clase de yoga, a su villa miseria.