Decía Heidegger que “el hombre es el animal que cuenta historias”. Pero no solo contamos historias, sino que además contamos las historias que inventamos. Sí, el hombre es el animal que cuenta historias, pero es antes el animal que las inventa o, si se quiere, el que las inventa mientras las cuenta y es, además, el animal capaz de escuchar historias de otros. El resto de los animales solo cuenta historias en las fábulas, pero nosotros tenemos la imperiosa necesidad de fabular, de inventar y contar historias todo el tiempo, de dar sentido, porque ese, y no otro, es el modo propiamente humano de vivir.
El gran eje del pensamiento psicológico del psiquiatra vienés Viktor Frankl fue insistir precisamente en esto, en que es la “voluntad de sentido” la que mueve o debería mover a las personas. El absurdo, la angustia o el sinsentido son territorios inhóspitos y agrestes en los que no germinan las mejores semillas de lo humano. Lo profundamente humano brota, crece y da fruto cuando somos capaces de darle sentido a la realidad, cuando la investimos de significado. Así, cada vez que interpretamos “algo de mundo” que se nos presenta, casi podríamos decir que lo estamos inaugurando. De hecho, literalmente lo estamos inaugurando, al menos para nosotros mismos.
Y aunque pareciera una debilidad de la condición humana que debamos vivir así, en “versiones del mundo”, más bien parece que forma parte de la grandeza de esa condición que inventemos y contemos historias.
Es, por ejemplo, una de las formas de la hospitalidad escuchar a otro. A los humanos, esto suele ocurrirnos con quienes nos quieren, pero especialmente con los amigos. Un amigo, entre otros rasgos, es alguien dispuesto a escuchar. Porque, como a Ulises, a veces nos resulta extremadamente pesada o acongojante la alforja de historias que vamos cargando con los años. Si ese es el caso, no se trata de entregarlas al Leteo, el río del olvido, pues sería amputar una parte de nuestra identidad. El remedio a ese cansancio y hasta agotamiento es otro: sencillamente, contar.
Y ojalá muchos de nosotros tengamos la experiencia de lo que ocurre cuando contamos nuestras historias o alguien nos cuenta la suya, la comprensión, una poderosa alquimia, feliz e infrecuente, en la que se mezclan en partes iguales el consuelo y el descanso.
Pero todo esto –contar e inventar historias, interpretar el mundo– no ocurre única y exclusivamente porque la realidad no se nos dé “a la mano” de una vez y para siempre, unívoca e inequívoca. La razón más profunda de que nuestro modo de habitar sea la interpretación es que no somos seres biográficos, sino heterobiográficos.
Nadie, con un mínimo de modestia y sentido común, puede creer que la “versión del mundo” que habita está ya completa y es inmune a toda perfección. Si uno ha vivido lo bastante, sabrá que “su” “versión del mundo” es un entramado en el que se tejen y seguirán tejiendo otras voces, otras versiones, palabras que hemos escuchado, libros leídos, músicas conmovedoras, obras de arte que nos han extasiado…
De todos modos, nos seguiremos encontrando a diario con decenas de personas completamente convencidas de que su vida es solo biográfica. En algunos casos, incluso, parecen estar esculpiéndola con la escrupulosa severidad de quien cree a ciencia cierta que lo estuviesen esperando el pedestal, el busto de bronce y la corona de laureles. Es una lástima, porque se están perdiendo la mejor parte de la vida: los demás.
Por eso, aunque proliferen las autobiografías como hongos, el modo que tiene el vivir de darse es de otra índole y nuestras historias no son solo nuestras, ni somos –afortunadamente– los únicos protagonistas de nuestra existencia. Y esa es la feliz verdad: no estamos solos. Así somos. Heterobiográficos. Heteros. Y es bueno que así sea.
*Director de la maestría en Comunicación para la Gestión del Cambio, Universidad Austral.