Días atrás, la titular del Comité sobre Inteligencia del Senado de EE.UU. presentó el Informe sobre el Programa de Arrestos y Encierro materializado por la CIA luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001, perpetrados en Nueva York por miembros del grupo terrorista Al Qaeda. El documento, de 525 páginas, algunas de cuyas frases fueron leídas en voz alta por la senadora demócrata por California Dianne Feinstein, contiene numerosas y extensas tachaduras y es una versión fuertemente “redacted” (en inglés en el original) expresión que el periodismo repite, en lugar de utilizar la menos hipócrita “censorship” (censura) que describiría mejor el texto, de 6.700 páginas en su versión integral, hasta hoy no hecha pública.
Poco después de la presentación de la legisladora, el jefe de la CIA, John Brennan, dio una conferencia de prensa y se mostró engreído y petulante, al igual que varios senadores republicanos, el ex vicepresidente de los EE.UU. Dick Cheney y el ex ministro de Defensa Donald Rumsfeld, cuyos dichos y toma de posición colocan a todo un sector de la dirigencia política norteamericana del lado opuesto –y oscuro– de los principios que aparecen en el lado luminoso de la mayor institución de la nación del Norte: la Constitución y sus enmiendas. La senadora, de 81 años, con un cabello algunas décadas menor, que no es demócrata radical (votó a favor de la invasión a Irak), ya había denunciado en marzo de este año a la CIA por violar la Constitución y efectuar acciones criminales para obstruir las investigaciones del comité que ella preside.
No llamar a las cosas por su nombre, estirar los eufemismos hasta el límite de lo inteligible o llanamente dar vuelta un significado hasta que defina su opuesto son operaciones “orwellianas” que no engañan por mucho tiempo, gracias a las redes sociales, pero también a un creciente sentido de rechazo de grupos de ciudadanos que asumen colectivamente la responsabilidad de preservar opiniones, retratos de la realidad y derechos. Dijo Abraham Lincoln: “Es posible engañar a muchos por un tiempo, o engañar a pocos por mucho tiempo; lo que no es posible es engañar a todos, todo el tiempo”.
La corrupción lingüística y terminológica, seleccionadora, recortadora y fraccionadora de los hechos y generalmente originada en el poder, gubernamental o corporativo, resulta tremendamente dañina para toda democracia. Con el advenimiento del manejo “desde arriba” de los medios de comunicación globales, esta práctica de corrupción conoce niveles de refinamiento cada vez más esmerados.
Siempre refiriéndonos al informe sobre la CIA, hay allí un ejemplo que resulta especialmente claro y relevante para nuestro país, y es el que refiere a la infame lista de las “prisiones negras” (“black [prison] sites” en el original) y que incluye las situadas en Afganistán, en Tailandia y en Europa del Este, pero que omite a la de Diego García (“Territorio Británico de Ultramar”).
Nos hemos ocupado reiteradamente de este atolón del Archipiélago de Chagos, cuyos habitantes fueron expulsados y trasladados a otros territorios, para ceder las islas a los EE.UU., que han construido allí y mantienen en pleno uso una enorme base naval, aérea, de escucha espacial y satelital, junto con una cárcel secreta para interrogar y custodiar a sospechosos de terrorismo.
Una Guantánamo del Indico, cuyo contrato de alquiler expira el año próximo y a cuya continuada utilización los EE. UU. no van a renunciar.
El gobierno británico, cuando Tony Blair era primer ministro, negó que hubiesen ocurrido en Diego García interrogatorios y torturas conducidos por la CIA. Lo dijo una tardecita soleada de julio de 2005 por boca de su entonces canciller, Jack Straw, quien con semblante severo y entonación carrasposa afirmó: “Simplemente no es cierto, punto”.
Un punto que se transformó en una mancha vergonzosa cuando tres años después, el 21 de febrero de 2008, el canciller David Milliband, igualmente laborista pero menos desfachatado, confiesa ante los Comunes: “Contrariamente a anteriores y explícitas garantías de que Diego García no fue utilizado para ‘vuelos de tortura’, recientes investigaciones de los EE.UU. han revelado que ello ocurrió en dos oportunidades, ambas en 2002”.
Claro que Milliband carga toda la responsabilidad al gobierno yanqui (y a Blair) para desviar la atención del hecho de que Diego García sigue bajo soberanía británica y forma parte de lo que Londres designa como BIOT (British Indian Overseas Territory).
La agencia árabe Al Jazeera reveló en abril de este año que funcionarios involucrados en la preparación del informe, antes de que fuese censurado y abreviado, reconocieron que la utilización de Diego García como lugar de encierro de sospechosos importantes se pudo materializar gracias a “la plena cooperación” del Reino Unido.
Y el diario The Observer reveló recientemente que durante la elaboración del informe, diplomáticos de alto nivel de la Cancillería británica (Foreign Office) se reunieron no menos de veinte veces con integrantes del Comité del Senado yanqui.
Cuando los británicos insisten en la consulta a los isleños de Malvinas como condición esencial irrevocable para considerar cualquier modificación del “statu quo” impuesto “de prepo” en 1833, ¿en qué lugar del cinismo o de la arrogancia colocan, no solamente a los desdichados habitantes de Diego García expulsados por la fuerza, sino también a los principios nutrientes de la democracia de prolongada expansión y ejemplar fuerza que creció en esas islas a partir de la Magna Carta?
¿Puede una democracia mantener su vigor cuando cada día se suma un ítem a la lista de las “excepciones” fundadas en razones de “seguridad” o de “intereses superiores”, nunca del todo definidos con claridad? “Vuelos de tortura”, “vuelos de la muerte”, ¿sintagmas, semejanzas, evocación del mismo horror? Hay una acepción de corrupción que designa a aquella que usa a los medios, las redes oficiales y el lenguaje para escamotear pedazos cada vez más anchos de la realidad y para confundir y desorientar a la audiencia global.