Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria y justificable no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado. ¿Por qué? ¿Qué significa esto para la naturaleza y la dignidad del campo político, por una parte, y para la naturaleza y la dignidad de la verdad y de la veracidad, por otra? ¿Está en la esencia misma de la verdad ser impotente, y en la esencia misma del poder ser falaz? ¿Y qué clase de poder tiene la verdad, si es impotente en el campo público, que más que ninguna otra esfera de la vida humana garantiza la realidad de la existencia a un ser humano que nace y muere, es decir, a seres que se saben surgidos del no-ser y que al cabo de un breve lapso desaparecerán en él otra vez? Por último, ¿la verdad impotente no es tan desdeñable como el poder que no presta atención a la verdad? Estas preguntas son incómodas pero nacen, por fuerza, de nuestras actuales convicciones en este tema.
Lo que otorga a este lugar común su muy alta verosimilitud todavía se puede resumir con el antiguo adagio latino Fiat iustitia, et pereat mundus. “Que se haga justicia y desaparezca el mundo”. Aparte de su probable creador (Fernando I, sucesor de Carlos V), que lo profirió en el siglo XVI, nadie lo ha usado sino como una pregunta retórica: ¿se debe hacer justicia cuando está en juego la supervivencia del mundo? El único gran pensador que se atrevió a abordar el meollo del tema fue Immanuel Kant, quien osadamente explicó que ese “dicho proverbial... significa, en palabras llanas: ‘la justicia debe prevalecer, aunque todos los pícaros del mundo deban morir en consecuencia’.”
Ya que los hombres no pueden tolerar la vida en un mundo privado por completo de justicia, ese “derecho humano se ha de considerar sagrado, sin tomar en cuenta los sacrificios que ello exija de las autoridades establecidas... sin tomar en cuenta sus posibles consecuencias físicas”. ¿Pero no es absurda esa respuesta? (...) ¿No es evidente que si el mundo –único espacio en el que pueden manifestarse– está en peligro, se convierten en simples quimeras? ¿Acaso no estaban en lo cierto en el siglo XVII cuando, casi con unanimidad, declaraban que toda comunidad estaba obligada a reconocer, según las palabras de Spinoza, que no había “ninguna ley más alta que la seguridad de [su] propio ámbito”?
Sin duda, cualquier principio trascendente a la mera existencia se puede poner en lugar de la justicia, y si ponemos a la verdad en ese sitio –Fiat veritas, et pereat mundus–, el antiguo adagio suena más razonable. Si entendemos la acción política en términos de una categoría medios-fin, incluso podemos llegar a la conclusión sólo en apariencia paradójica de que la mentira puede servir a fin de establecer o proteger las condiciones para la búsqueda de la verdad, como señaló hace tiempo Hobbes, cuya lógica incansable nunca fracasa cuando debe llevar sus argumentos hasta extremos en los que su carácter absurdo se vuelve obvio.
Y las mentiras, que a menudo sustituyen a medios más violentos, bien pueden merecer la consideración de herramientas relativamente inocuas en el arsenal de la acción política.
Si se reconsidera el antiguo dicho latino, resulta un tanto sorprendente que el sacrificio de la verdad en aras de la supervivencia del mundo se considere más fútil que el sacrificio de cualquier otro principio o virtud. Mientras podemos negarnos incluso a plantear la pregunta de si la vida sería digna de ser vivida en un mundo privado de ideas como justicia y libertad, curiosamente no es posible hacer lo mismo con respecto a la idea de verdad, al parecer mucho menos política. Está en juego la supervivencia, la perseverancia en la existencia (in suo esse perseverare), y ningún mundo humano destinado a superar el breve lapso de la vida de sus mortales habitantes podrá sobrevivir jamás si los hombres se niegan a hacer lo que Heródoto fue el primero en asumir conscientemente: decir lo que existe. Ninguna permanencia, ninguna perseverancia en el existir, puede concebirse siquiera sin hombres deseosos de dar testimonio de lo que existe y se les muestra por qué existe.
La historia del conflicto entre la verdad y la política es antigua y compleja, y nada se ganará con una simplificación o una denuncia moral. A lo largo de la historia, los que buscan y dicen la verdad fueron conscientes de los riesgos de su tarea; en la medida en que no interferían en el curso del mundo, se veían cubiertos por el ridículo, pero corría peligro de muerte el que forzaba a sus conciudadanos a tomarlo en serio cuando intentaba liberarlos de la falsedad y la ilusión, porque, como dice Platón en la última frase de su alegoría de la caverna, “¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos...?”. El conflicto platónico entre el que dice la verdad y los ciudadanos no se puede explicar con el adagio latino ni con ninguna de las teorías posteriores que, implícita o explícitamente, justifican la mentira y otras transgresiones si la supervivencia de la ciudad está en juego.
En el relato de Platón no se menciona ningún enemigo; la mayoría vivía pacíficamente en su cueva, en mutua compañía, como meros espectadores de imágenes, sin entrar en acción y por consiguiente sin ninguna amenaza. Los miembros de esa comunidad no tenían motivos para considerar que la verdad y quienes la decían eran sus peores enemigos, y Platón no explica el amor perverso que sentían por la impostura y la falsedad. Si pudiéramos enfrentarlo con alguno de sus posteriores cofrades en el campo de la filosofía política –con Hobbes, que sostenía que sólo “tal verdad, no oponiéndose a ningún beneficio ni placer humano, es bienvenida por todos los hombres”, una afirmación obvia que, no obstante, le pareció de la suficiente importancia como para terminar con ella su Leviatán–, podría estar de acuerdo acerca del beneficio y del placer, pero no con la afirmación de que no existía ninguna clase de verdad bienvenida por todos los hombres.
*Filósofa política alemana. Fragmento del libro Entre el pasado y el futuro, editorial Ariel.