Ahora esto, por lo pronto: si es peor que a un determinado hombre (para el caso, Matías Alé) le gusten demasiadas mujeres, o le gusten mujeres demasiado, o que le gusten en cambio los hombres, así sea en su justa medida, ni poco ni mucho, digamos lo suficiente. Susana ya se expidió: es preferible el mujeriego. Que peca en lo cuantitativo, pero no en lo sustancial.
Susana alegará, y con razón, que trabaja con homosexuales, que tiene amigos que lo son, que hasta tuvo un florista que lo era y ella no trepidó en reclamar (por televisión, desde luego) que asesinaran al que lo asesinó. Pero el asunto no es Susana, claro, sino sus condiciones de posibilidad: no es ella, sino lo que la hizo posible, es decir, con otras palabras, nosotros mismos. ¿Cuándo fue y cómo fue que ganó tanto prestigio el hecho de hablar “sin filtro”? Sin filtro, es decir, sin pensamiento. Porque hablar sin filtro puede consistir, en ocasiones, en decir siempre lo que se piensa, sin cálculo y sin contención, lo cual supondría eventualmente una virtud, la virtud de ser sincero. Pero puede consistir también, y es acaso lo que con más frecuencia sucede, en hablar sin pensar lo que se dice.
No se trata, como se advertirá, del caso tan reclamado de aquellos que “piensan distinto” (y en rigor, distintamente). Porque con ellos es posible discrepar y discutir; es posible, y hasta necesario, ponerse a argumentar, oponer a esos pensamientos otros pensamientos. Se trata más bien de aquellos que hablan sin antes pensar, y sueltan así sin más lo primero que se les venga. ¿Cómo fue que, entre nosotros, una práctica tan negligente se fue volviendo una cosa buena: valorada como signo de frescura, de espontaneidad, de autenticidad, de franqueza?
Pensemos, por ejemplo, en las películas que Susana Giménez filmó en los años 70 con Alberto Olmedo y con Jorge Porcel (por lo demás, tan venerados). La idea de que corresponden a un impulso de liberalización sexual se debe estrictamente a la percepción que de ellas forjaron personas como Miguel Paulino Tato: personas notoriamente afectadas que dedicaron su vida entera a mirar culos y tetas. El censor como exorcista (que se enferma para curarnos), el censor como redentor (que se sacrifica para salvar nuestras almas), forja esta penosa versión de la libertad sexual (en su jerga, libertinaje), versión que llamativamente comparten algunos autodeclarados transgresores (en la línea Cacho Castaña).
El deseo, en ese cine, el deseo en ese mundo, no resultaba nunca otra cosa que un destino para las mujeres (en el sentido en que se dice que una cosa llega a destino) y un deber para los hombres (en el sentido en que existen cosas que no se pueden dejar de hacer: son obligatorias, son un mandato). Pero, ¿qué podría expresar un deseo tan brutalmente concebido, sino la más pura represión? ¿Y qué otra cosa podía producir toda esta represión, mal disfrazada de libertad, sino puros retorcimientos mal llevados, enrosques vanos y penas?