Es difícil resistirse a un libro que se llama Los hombres topo quieren tus ojos. Más si viene en una edición espléndida de tapa dura, con una fabulosa ilustración de John Newton Howitt, buen papel y bella tipografía. La editorial madrileña Valdemar sólo produce libros atractivos, pero su colección Gótica, tal vez su nave insignia, contribuye a darles respetabilidad a ciertos márgenes de la literatura gracias al formato lujoso y a la convivencia en el catálogo con autores ilustres como Dickens, Hawthorne o Henry James. Hace poco se agregaron a la lista los dos tomos de la Narrativa completa de Lovecraft, buena ocasión para estudiar a un escritor al que se sigue considerando alternativamente como un genio y como un subnormal. Pero si Lovecraft es objeto de controversia, no hay duda de que Los hombres topo... está mucho más cerca de los infiernos del mal gusto.
En realidad, el libro es una antología dedicada a un tipo muy particular de pulp fiction, las publicaciones periódicas en papel barato que florecieron entre los lectores populares de los treinta y los cincuenta y que fueron parientes cercanas de la historieta y del cine B. En este caso, se trata de un subgénero muy especial del terror llamado weird menace, que apareció en Estados Unidos en revistas específicas llamadas shudder pulps y que llevaban nombres tales como Dime Mistery, Spicy Detective o Weird Tales, indistinguibles en principio de las que albergaban otros estilos como el terror fantástico, la ciencia ficción o el policial negro, familiares que alcanzaron una continuidad mayor y ejercieron una influencia innegable en la ficción literaria y cinematográfica más mainstream. Las historias de la weird menace presentan una mezcla del relato policial, el erótico, el grand guignol, el fantástico y la aventura exótica con sus vampiros, sectas, científicos locos, cultos esotéricos y todos los elementos que componen el magma de la imaginación de bajo precio, aunque su rasgo principal es que las intrigas sugieren una presencia sobrenatural de algún tipo, pero se explican finalmente por causas realistas. Las otras características del género son menos nítidas, pero se podrían describir como una gran ambigüedad entre erotismo e hipocresía puritana y una tendencia hacia lo políticamente incorrecto, más bien hacia el ala derecha. En ese sentido, no son infrecuentes en la antología los desbordes de misoginia y racismo, aunque el punto culminante del libro es el último relato, el extraordinario Novias frescas para las hijas del diablo, una obra maestra del gore de Bruno Fisher, que fue en su vida (1908-1992) un notorio militante socialista y que aquí hace estallar la respetabilidad burguesa sin transgredir en apariencia las fronteras del género.
El trabajo como antólogo de Jesús Palacios es brillante. Aunque es posible que haya que achacarle la invención del neologismo “usamericano” y cierta tendencia al populismo, el prólogo y la selección ilustran el corazón rutinario del género pero también algunas de sus gemas, como los trabajos de Robert Howard (el creador de Connan), Hugh B. Cave, David H. Keller o E. Hoffmann Price. Su descripción y sus comentarios permiten formular algunas preguntas difíciles, como por qué la weird menace se extinguió como una especie devorada por una plaga irremediable o por qué el género no salió nunca del rincón de las curiosidades y los placeres culpables y resulta muy difícil pararse frente a él sin proponer el consumo indiscriminado ni prorrumpir en exabruptos como trash, kitsch o camp. A la weird menace le faltó probablemente una ola de críticos franceses que hicieran de algunos de estos jornaleros de la escritura los equivalentes de Alfred Hitchcock, Howard Hawks o Samuel Fuller. Pero algunos no tienen suerte en la vida y ni siquiera después de ella.