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Apuntes en viaje

Hospital

La idea era simple. Un alambre delgado daba dos vueltas al embrague y llegaba a los pernos del elástico delantero.

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Hospital. | marta toledo

El peso del camión disminuía o aumentaba según se empujase una palanca o se tirase de ella, y otro dispositivo, también muy simple, daba más potencia a las ruedas delanteras. 

Pero lo cierto es que el vehículo estaba empantanado. Jorge se sacó de los hombros y el cuello las cuerdas que sostenían un aparato y comenzó a instalarlo. La idea era simple. Un alambre delgado daba dos vueltas al embrague y llegaba a los pernos del elástico delantero; un par de escobillas rozaba el interior de las ruedas en la proa, y en esto consistía el mecanismo que impulsaba las ruedas. Luego la cajita de los cuatro alambres plateados se aseguraba al árbol de dirección, y los cables se conectaban con los vértices del chasis.

Entró en el camión y tiró de la palanca. El chasis crujió, y fue como si el camión se alzara en puntas de pie. Empujó la palanca. El camión se echó hacia adelante. El eje delantero y la caja del diferencial chocaron contra el suelo, y el golpe retumbó en la cabeza de Jorge. Observó admirado el aparato y colocó la palanca en una posición intermedia. Examinó los otros dispositivos, los que venían con el camión: pedales, perillas, botones y llaves. Suspiró.

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—No hay caso –dijo.

Salió del vehículo y subimos por la loma, hacia la casa de su hermano, con la intención de despertarlo. Pero no estaba. La puerta de la cocina se movía con el viento, los vidrios rotos estaban desparramados sobre los escalones de la galería y un enjambre de avispas hacía su nido en el vertedero. Sin embargo, todo estaba bastante limpio; lo único llamativo, aparte del nido de avispas, era un papel clavado a la pared por sus cuatro puntas. Estaba todo escrito. Jorge lo desclavó cuidadosamente, lo alisó sobre la mesa de la cocina y lo miró por los dos lados. Luego lo dobló y se lo metió en un bolsillo. Suspiró otra vez. 

—Mi hermano siempre me deja las instrucciones a mano por si necesito hacer uso de ellas —aclaró. 

(Para Jorge, el atasco del camión implicaba perder uno, acaso dos días de trabajo hasta que pudiese conseguir un mecánico y un remolque. En mi caso, todo se desmoronaba. Había volado desde Buenos Aires hasta las afueras de Córdoba. La idea que había seducido a mis jefes colombianos era simple –y poco costosa para el presupuesto que manejaba el periodismo de entonces: viajar como acompañante de un camionero desde ahí hasta Río Gallegos, y trenzar así una crónica que dé cuenta de todo el periplo. Qué come, cuándo, dónde; ¿duerme en el camión o en algún hotel rutero? Con quién se cruza. ¿Alguna amante en el que camino? ¿Drogas? ¿Alcohol? Si finalmente el camión no arrancaba, debía telefonear a la revista y explicar lo sucedido, no podrían contar con mi texto, mucho menos con mis fotos.)

Me pidió que entrara en el camión y pusiera en marcha el motor; por su parte metió el hombro bajo el borde trasero de la caja, apoyó en él las manos y, mientras ponía en marcha el embrague, se echó hacia adelante. El cuerpo se alzó todo lo que le permitieron los muelles de la caja y todavía un poco más. Volvió a inclinarse. El camión traqueteó, y luego salió disparado. 

De pronto lancé un quejido y me tomé el vientre con las manos. No sé qué sentí entonces. Fue como si me doliera, pero no me dolió. Nunca me había ocurrido una cosa igual. 

Junto al embrague pisé el freno.

(Continuará.)