Viven solos en una casa inmensa, en lo alto de una colina arbolada. Ninguna ruta llega hasta el caserón. Solo un estrecho sendero serpenteante que se retuerce una y otra vez entre los árboles. La senda de tierra y piedras termina en una tranquera teñida de negro, clausurada desde hace algunos años. A ambos extremos del portón se erigen columnas de ladrillos que sirven, además de sostener la tranquera, para contener el buzón empotrado una, la otra la caja con las térmicas y el medidor eléctrico. Una vez al día Mariano baja por el camino para abrir el buzón y chequear la correspondencia; en ocasiones también pide algunos víveres a un almacén cercano que se los deja en la puerta. No hay timbre, de manera que por teléfono combinan el monto a pagar; él lo deposita (más propina) debajo de una piedra que anida en la entrada, antes o luego de recoger los comestibles (y el correo). La vida en una comunidad pequeña permite semejante atrevimiento.
Más allá del cerco de unos tres metros de altura (tan apretado que el puño de un humano apenas podría traspasarlo) hecho de ligustro y caña y ciprés y fresno que impide el paso por los costados de la entrada, se abre un camino no muy ancho, de unos doscientos metros de longitud, que conduce hasta el arroyo que penetra la colina. Juana acostumbra pasar allí las mañanas, siempre bajo la supervisión atenta de Renata. El terreno que remonta el río en dirección a la casa, va de este a oeste, se compone de un tupido bosque con árboles de todo tipo, árboles que en su mayoría alcanzan los veinte metros de altura. Como el sol apenas puede abrirse paso, el piso se encuentra desbordante de hojas secas, lodo, pinocha que descose la hierba fresca; en el claro se distinguen múltiples variedades de flores silvestres, un pequeño estanque, robles silenciosos y claros ocultos. Sobres las copas de los árboles el cielo brilla intensamente y unos acebos de tupido follaje impiden ver las paredes de la casa, además de ocultar el paisaje, detener los vientos. Este es el mundo de Juana y Renata, el que prefieren de veras. Mariano no, Mariano opta por pasar la mayor parte del día enterrado en la huerta que alimenta con todo lo que sea de estación.
En la mañana que arribé, se cumplían cuatro años de la muerte de Amalia, la madre de las niñas, la esposa de mi amigo Mariano. Antes de llegar a la casa me dediqué a recorrer el terreno que visitaba por primera vez, y que sin embargo ya lo sentía propio, por las fotos, videos y retratos verbales que me había acercado mi amigo por whatsapp, desde aquel otoño cuando decidió abandonar Buenos Aires para arrancar de nuevo. Deambulé dentro del showroom serrano por más de una hora. Intentaba por todos los medios esquivar el encuentro, tironear de alguna forma porciones de voluntad para lograr así trenzar un abrazo con mi amigo en aquel día, tan especial para él, para las niñas. Renata, que hacía apenas unas semanas había cumplido 14, estaba sola a orillas del estanque. El cielo estaba ahí, sobre los árboles, y el agua estaba allí, a su lado.
Sentada no muy lejos de ese espacio, Juana ordenaba los largos pliegues de su vestido. Observó sobresaltada que un tobillo le ardía. Era primavera, ese momento de la primavera en que se han abierto los brotes, cuando ha cesado la presión de la savia en los vasos resecos. El aire era pesado y suave. El admirable canto de un pájaro traspasó las hojas.
Llegado el mediodía, yo todavía me encontraba ahí, observándolo todo a la distancia. De súbito comprendí que aquello me volvía miserable y cobarde. Fue entonces que decidí emprender el camino opuesto, volver sobre mis pasos, caminar junto a mi sombra. Cruzar la tranquera clausurada. Esta semana volví a hablar con Mariano luego de meses sin hacerlo. Le confesé este desvarío. Sanamente comprendió lo ocurrido. Sanamente me pidió que de aquí y para siempre nunca vuelva a visitarlo, que jamás vuelva a comunicarme con él, ni con sus hijas.