No estábamos acostumbrados a tanto pragmatismo. Sobre todo, no estábamos habituados a que ese ejercicio desaforado de la practicidad viniera de la mano de una resolución tan taxativa y rotunda que los encadena a proseguir su propia hoja de ruta, no importa a qué precios, ni superando qué obstáculos.
Más importante aún, no se había formateado aún en la Argentina la capacidad de deglutir con naturalidad el otro ingrediente clave de esta malvada trinidad oficial. Porque el pragmatismo más impiadoso, unido al decisionismo más indoblegable, ha venido adherido a una asombrosa ilusión óptica, una verdadera farsa.
Es que el Gobierno se presenta, habla y actúa como si fuera alma máter de una obra de audaz transformación social, vanguardia efectiva de una magna epopeya de igualitarismo y reparto de los bienes terrenales. Prácticos, resueltos y, además, conmovedoramente solidarios: así es como quisieran ser vistos.
Los pocos medios grandes que confeccionan el discurso de la agenda mundial y que merecen respeto por su rigor y trayectoria (los casos del New York Times y The Economist) suelen retratar al Gobierno argentino como “izquierdista”. Lo alinean, con proverbial candor anglosajón, del mismo lado de Chávez, Ortega, Morales y Correa, todos ellos ardorosos protagonistas del actual ciclo latinoamericano, aunque es difícil que a la Argentina de los Kirchner se la asocie demasiado con la otra variante posible, seria y consistente, la que suelen personificar Brasil, Chile y Uruguay.
Esencialmente lejos de toda transformación verdadera, lo cierto es que, siempre atípica y casquivana, la Argentina suele perfilarse como un país cambiante, imprevisible y desconcertante, una comarca cuyos gobiernos de estos años (y el viento social favorable que los ha acompañado), es propicia a los desplantes cosméticos más audaces, un país donde las construcciones colectivas y la solidez de las arquitecturas institucionales son de una indigencia patética.
La historieta del pobre diputado Alberto Cantero es de poder simbólico perfecto. Presidente de la Comisión de Agricultura de la Cámara baja, Cantero ha confesado con una enternecedora sinceridad un pifie, un error. “Cuando los asesores técnicos me trajeron todos los expedientes para firmar, pregunté si se habían hecho las correcciones, y me respondieron que sí. Por eso los firmé. Si lo hubiera leído como correspondía, no se me pasaba semejante contradicción”, le dijo a Laura Serra, de La Nación. Pasó que en el plenario de las comisiones de Diputados, admite, “todos los bloques habíamos acordado que en los proyectos de emergencia agropecuaria provinciales se eliminarían todos los beneficios que no estuvieran contemplados en la ley de emergencia general. Así se hizo, pero en el proyecto referido a Buenos Aires se eliminó sólo un artículo –el que disponía una ayuda de 300 millones de pesos– pero no el artículo 4, que establecía la suspensión de las retenciones en varios distritos”. ¿Entonces? “El Congreso tiene todos los mecanismos de análisis y control de los proyectos, pero en la dimensión humana siempre está la posibilidad del error. Lo que la gente quiere es que se reconozca la equivocación y se la repare, que es lo que estamos haciendo. Tenemos que acostumbrarnos a decir la verdad y a no sentirnos omnipotentes”, filosofa.
Esgrime una sinceridad elogiable, pero en verdad la chapucería que obligó al veto presidencial de una ley embarrada por sus propios diputados, revela, otra vez, pura anomia, vocación de manada e imperio crudo de la voluntad monárquica del Ejecutivo.
Los casos de Roxana Latorre y María del Carmen Alarcón, succionadas por el Gobierno con efectividades conducentes, es otro recordatorio atroz de la fragilidad desesperante de la cosa política argentina. Sumergido en un nihilismo rancio y desorbitado, el sistema ha dejado de ser un edificio de normas, entendimientos y convergencias racionalmente meditadas y avaladas, para transformarse en un campo de batalla desopilante y a la vez apestoso, además de ser ya un sitio de subasta pública. Las ínclitas mujeres santafesinas fueron literalmente adquiridas en el mercado de compra-venta política, como los senadores de Tierra del Fuego, electos como representantes de ARI y ahora masticados por el Gobierno nacional.
Ante cada dilema de políticas estratégicas, reina, majestuosa, una sola pregunta verdadera: ¿cuánto cuesta cada quien? En ese sentido, el Gobierno es buen pagador.
Ahí está, por otro lado, el caso del kirchnerismo porteño, obliterado de la Legislatura de la Ciudad luego de sacar sólo el 11 por ciento de los votos el pasado 28-VI.
Parte de este raquitismo escandaloso y que no sólo afecta al oficialismo, se exhibió en el más bien penoso caso de la Policía metropolitana, a cuyo frente Mauricio Macri designó a un profesional de trayectoria cuyo nombramiento nunca supo defender. Más que sacrificado por imputaciones que hasta ahora no de-mostraron solidez plausible, el comisario Jorge Palacios fue devastado por el desesperante cabildeo y las flaquezas del propio jefe de Gobierno porteño para jugarse por sus decisiones, algo potenciado por la endeblez de PRO, un partido que no se ha constituido en una colectividad política orgánica y enjundiosa.
Por todas partes, el mismo virus reina supremo, y prevalece en consecuencia ese individualismo exacerbado que, lejos de premiar el talento, ha convertido a la Argentina en una sociedad permisiva para los despotismos mesiánicos de bajo o alto voltaje.
Es la era del maquillaje. La Presidenta presenta un proyecto de ley para democratizar a los medios y se hace buches con la palabra pluralismo, pero, sin necesidad de nuevas leyes, ¿cuánto pluralismo verdadero hay en los contenidos de los medios gubernamentales, a los que, suprema perversión, bautizó como públicos? ¿Puede creerse en el supuesto compromiso con la diversidad crítica de un gobierno que, en sus propias responsabilidades de informar y permitir el acceso a la noticia, practica un vergonzoso dogmatismo monocolor?