Kirchner eligió imitar a Pirro de Epiro, el rey de Macedonia, quien venció al Imperio Romano en el sur de Italia pero cuando se dio vuelta tenía tantos soldados muertos como su adversario. Aunque terminó mucho peor. Siguiendo con el ejemplo del Imperio Romano, Kirchner terminó con lo que ellos llamaban capitis diminutio, la figura jurídica que registraba la pérdida de capacidad, libertad y autonomía civil que padecía una persona cuyo estatus dejaba de ser soberano. La diminutio tenía tres grados: en el grado medio y mínimo se perdían muchos o algunos derechos, lo que le hubiera sucedido a Kirchner en el caso de un triunfo pírrico sobre De Narváez o un empate con él. Y en la diminutio máxima, que sucedía cuando el damnificado perdía todos los derechos, se transformaba en esclavo o prisionero de guerra.
El semidiós. ¿Por qué alguien como Kirchner pudo poner en riesgo todo sin que resultara imprescindible? Por locura, ya era insensato apostar a un triunfo pírrico. Nuevamente un ejemplo de la época de Pirro, los griegos tenían una palabra para definir la embriaguez del poder que llevaba a los hombres a la desmesura y el exceso: hubris.
En el pasado remoto, cuando la religión tenía más influencia sobre el pensamiento de las personas, se creía que los dioses castigaban a los mortales que se creían semidioses. El héroe era siempre endiosado y al creérselo se convertía en déspota. En Lo sublime y lo abyecto (Elisabeth Roudinesco, Anagrama) se detalla ese lado oscuro del semidiós: “En semejante universo, todo hombre era a la vez él mismo y su contrario: héroe y basura. Todo hombre que hubiera alcanzado la cumbre de la gloria podría verse obligado en cualquier momento a descubrir que era un perverso, es decir monstruoso y anormal”.
Hubris se podría traducir directamente como desmesura, ese movimiento alterno que llevaba al héroe a convertirse en víctima de su propio éxito excesivo. Hay una alternancia entre lo sublime y lo abyecto porque todo exceso es patológico.
El padre de la historia, Heródoto, lo expresó así: “Puedes observar cómo la divinidad fulmina con sus rayos a los seres que sobresalen demasiado, sin permitir que se jacten de su condición; en cambio, los pequeños no despiertan sus iras. Puedes observar también cómo siempre lanza sus dardos desde el cielo contra los mayores edificios y los árboles más altos, pues la divinidad tiende a abatir todo lo que descuella en demasía”.
Y en su Estudio de la historia, uno de los historiadores más renombrados del siglo XX, Arnold J. Toynbee, explicó el colapso de todas las épocas con el concepto de hubris.
Las causas son las pasiones exageradas que generan una ambición desmedida, y precisa ser alimentada con un exceso de confianza que lleva a una violencia ebria y el desprecio temerario. Es el pecado capital de la política, el que no tiene perdón, del que no se regresa.
Otra de las causas del hubris es creer que el cambio no es necesario porque lo perfecto debe ser necesariamente inmóvil. Y la perfección no es humana: si existiera, sería del terreno de los dioses.
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“No nos han vencido a pesar de las Malvinas y los desaparecidos”, gritaban ayer los partidarios de Néstor Kirchner demostrando la resistencia del hubris en algunos. Los males de la furia y el orgullo kirchnerista. Gran mensaje para la oposición. Que el ejemplo de Kirchner y su merecido castigo les sirva a los nuevos triunfadores para no creérsela ellos tampoco.
Hoy comienza otro ciclo político; que la oposición no vuelva a tropezar con la misma piedra con que tropezó la mayoría de los oficialismos exitosos.