Hubo una vez un señor sumamente árabe que nació en Sevilla en 1073, llamado, en fin, con un nombre dificilísimo y largísimo, acortado luego como Ibn-Zuhr y latinizado más luego como Avenzoar. Juro que es cierto y que no me lo inventé. Una se siente tentada de imitar a Borges y sacarse de la manga un árabe que sirva a sus propósitos pero después le dan los escrúpulos que son muy molestos y muy esdrújulos y más bien recuerda a este señor que fue maestro de Averroes. Y otras cosas no menos importantes. Fue médico, vástago de una dinastía de médicos entre los que figuraban, aunque sea difícil de creer, ¡dos médicas! Escribió sobre cosas que sólo muchos siglos después encararían otros médicos con más medios a su alcance. Escribió nada menos que un Kitab al-Agdiya o Libro de los alimentos. Bueno, que fue un tipo interesantísimo, sapientísimo y famosísimo. Escribió sobre la traqueotomía, las necropsias, las pericarditis, la nutrición parenteral, la meningitis, la tromboflebitis, la anestesia por inhalación y vaya una a saber sobre cuántas cosas más. Por suerte, salvo uno o dos libros, toda su obra se conservó intacta hasta hoy.
Y con todo eso, tuvo tiempo para dedicarse a la vida pública y escribir sobre asuntos de estado. Sin embargo no quiso saber nada de la vida de la Corte y decidió vivir en su Sevilla natal en donde tuvo discípulos y escribió gran parte de su inmensa obra.
Sospecho que era un buen tipo. No sé por qué. Tal vez por su modestia (hoy diríamos perfil bajo), por su visión, por su concentración al trabajo, porque alentó a una de sus hijas y una de sus nietas a que fueran médicas, porque elaboró una larga lista de cualidades que según él, debían adornar a los gobernantes.
Sabía de qué hablaba porque había tenido sus encontronazos con el poder. “Su vida pública está ligada a la del poder en al-Andalus” se lee en Medicina árabe. Su padre y otros familiares habían sido médicos de la dinastía de los Banü’Abbad debido a lo cual cuando llegaron los al-Murabitün, me lo metieron en cana pero en un centro VIP con libros, visitas y otras comodidades. Cuando salió, se dedicó por un tiempo a escribir sobre el poder. Y de ahí nos llegaron los Consejos a un gobernante ante los cuales no podemos menos que suspirar y en casos extremos agarrarnos una depre de novela.
Veamos.
Un poco desordenadamente y sin la elegancia de Ibn Zuhr déjeme decirle que un gobernante debe ser ante todo discreto. Su atuendo y su talante deben tender a pasar inadvertidos más que a llamar la atención. Jamás debe hacer alarde de sus riquezas ni de su elegancia. Y hablando de riqueza, siempre un gobernante debe ser, diríamos hoy, pobre pero honrado, perdón: pobre y honrado, y debe retirarse de su alto puesto con menos dinero del que tenía cuando llegó a ese lugar de privilegio. Siguiendo con la asociación de ideas, dice Ibn-Zuhr que el poder no es un privilegio sino un servicio. Que como tal, el gobernante debe tener siempre en cuenta a sus súbditos antes que a su propia seguridad, su propia familia, su propia salud, su propia vida. Que debe bajar hasta el pueblo y hablar con el comerciante en camellos, con el jardinero, con la prostituta, con el letrado, con el anciano, con las mujeres. Que jamás debe molestarse por lo que digan sus detractores, sino que debe llamarlos a su lado, ofrecerles los dones de un anfitrión y aprender de ellos como se aprende de la vida. Que debe ser riguroso pero no cruel. Y que su principal preocupación debe ser la justicia, seguida por la salud, la seguridad y la educación de su pueblo. Y que sólo así se lo respetará en vida y se lo llorará amargamente en la muerte.