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Impuestos a la carta

La producción local de automóviles creció 125,2 por ciento en marzo
Producción de autos en la Argentina. | ADEFA

La pandemia imprimió tensión a la ya estresada economía argentina. Como ocurrió en casi todo el mundo, la inactividad como medida primaria para contener los contagios del Covid devino en una caída vertical de la recaudación impositiva, un crecimiento del desempleo y un aumento del gasto sanitario. Para nuestro país, el 10% del PBI con que pagó esta cuenta vino, además, a coronar dos años de caída en el ingreso y casi 20 años de estancamiento general, con serruchos cada vez más pronunciados en su caída y más lentos para la recuperación.

Si todo va bien y la economía no precisa de más restricciones que hasta ahora, recién para comienzos de 2023 todo volvería a ser igual que al inicio de 2020. Tres años más sin crecimiento, como saldo, que engrosan la cuenta en un caso récord mundial para un país en época de paz. Al no contar con la salida mágica del aumento automático de la recaudación y con el crédito agotado en el mercado externo (justo cuando la tasa de interés está en su piso histórico), la única forma para afrontar esta circunstancia es aumentar los impuestos o bajar el gasto. Pero ocurre que en los últimos 15 años las erogaciones en todos los niveles crecieron 15% del PBI y aún con eficiencia absoluta, buenas prácticas recaudatorias y sin voluntad de evasión; el esfuerzo necesario para mantener un equilibrio fiscal se hace cuesta arriba. A fin de 2020 el total de gravámenes en todos los órdenes aplicados en el país, había sido calculado por el fallecido economista rosarino Antonio Margariti eran 165 que habían alcanzado los 170 con la creación de nuevos. Además, el aumento de alícuotas para las escalas más altas o simplemente por la desarticulación de la tendencia anunciada y votada en 2017 de ir desandando el camino fiscalista tomada hace tiempo por el Estado.

La reciente entrada en vigor de la reforma al impuesto a las Ganancias para empresas terminó de cerrar el círculo iniciado con el proclamado aumento del piso para el mismo gravamen destinado a las personas. En síntesis, un esquema tributario que exime a los que están por debajo de cierto límite (con las excepciones y amor por la letra chica que consiguieron imponer los gremios con salarios más altos) para aumentar los ya altos estándares de los que ya estaban pagado, ya sea subiendo alícuotas o no actualizando las deducciones. El espíritu de la reforma (que pocos paguen mucho) va en contra de lo que se intenta implementar en los países más desarrollados: que todos paguen algo y algunos paguen mucho más. Esto arruina el mito que un país se sostiene sólo con lo que se consigue sacarles a los ricos.

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El problema acá, además, es de equidad: quienes tiene que pagar más, además, por sus patrimonios “por única vez” para hacer frente a los gastos de la pandemia; duplicando en estos casos otro impuesto de dudosa eficacia, como es el que recae sobre los bienes personales. Hubo cambio en las alícuotas y en su definición, por lo que se incrementó la proporción del patrimonio a pagar al mismo tiempo que los rendimientos financieros caían en todo el mundo. La situación sería una interesante discusión de política tributaria salvo que los mismos que ganan más y tienen más son los que normalmente tienen capacidad de ahorrar (e invertir).

Desde este año las empresas pagarán 25%, 30% y 35% de alícuota de Ganancias, sumados a otro 7% en el caso que quisieran distribuir dividendos. Para las más grandes (arriba de los US$ 50 millones de utilidades anuales o US$ 500 mil oficiales), es el doble del promedio de la OCDE, que brega por que no haya países que, al revés de la Argentina, intenten captar inversiones de los gigantes tecnológicos aplicándoles una tasa del 12,5% anual, como Irlanda subiéndola al 15%.

Probablemente, esto consiga lo buscado: que los más ricos paguen muchísimo más. Pero alcanzará cada vez menos porque la inversión será nula; los empleos de calidad, escasos y el horizonte, brumoso. Un modelo agotado.