No les sigamos regalando banderas a los contra. La democracia en la Argentina somos nosotros”, proclamó enfáticamente Eduardo Jozami durante su intervención en la Asamblea de Carta Abierta realizada el sábado 17 de agosto en la Biblioteca Nacional. No, Jozami, no. Nadie es la democracia y la democracia no tiene dueño. Meses atrás, el mismo señor Jozami publicó, en un diario oficialista, una columna en la que anunciaba el retorno de la política. ¡Por fin! Después de diez años de gobierno, ya era hora, ¿no?
Me imagino conversando amigablemente con un extraterrestre venido de no importa qué galaxia, a quien le explico que los “contra” son los que no piensan como el Gobierno, y al que trato de convencer de que quien había dicho eso es un “intelectual” hablando en una asamblea de ídem (mi extraterrestre tiene una linda cara y expresa muy bien su asombro).
Leyendo una entrevista a Horacio González publicada el 29 de agosto en el sitio de la Agencia Paco Urondo, mi alien se cayó (no puedo decir de culo, porque no sé si tiene ni quiero saberlo). Aludiendo a las personas reunidas en la plaza frente a Tribunales, el primero de los dos días de la audiencia pública sobre la Ley de Medios convocada por la Corte Suprema, Horacio González declaraba: “La plaza es un partícipe central de la decisión (…) esta plaza vuelve a expresarse, está repleta de medios y personas que quieren que esta ley desmonopolizadora se promulgue. La gente que está acá tiene una intuición profunda: buena parte del porvenir de la democracia argentina depende de esta ley. Hay una energía en esta plaza que ojalá sea escuchada por la Corte”.
Mientras ayudaba a mi extraterrestre a levantarse, le expliqué por qué la declaración de González era un delirio o un gesto retórico a sabiendas vacío. Ese mismo día yo tuve que hacer una presentación ante la Corte Suprema como amicus curiae del Grupo Clarín, con lo cual recorrí varias veces la plaza en cuestión. Por la mañana iban llegando jóvenes traídos en ómnibus. A mediodía, se iban largando globos de colores y los varios centenares de personas allí congregados intentaban cantos y refranes sin mucha convicción. Empezaron algunas arengas transmitidas por altoparlante. La situación no generaba precisamente un sentimiento de energía; la escena resultaba patética, como si se tratara de una obra de teatro amateur donde todo, lentamente, termina mal. No sólo la historia que se trata de contar, sino también la propia representación de la historia, que se va desagregando: los decorados, los actores cansados de sus roles estereotipados, el escenario.
“Buena parte del porvenir de la democracia argentina depende de esta ley”. Teniendo en cuenta que los “intelectuales” de Carta Abierta consideran que la democracia son ellos, no se puede no estar de acuerdo con González: si la imposición de la Ley de Medios por parte del gobierno fracasa, su futuro como “intelectuales” kirchneristas está en riesgo.
“Seríamos ingenuos si imaginamos que el Grupo Clarín y los editoriales de La Nación no van marcando agenda”, declaró hace algunas semanas Ricardo Forster, otro miembro de Carta Abierta. Dado que la observación parece extraída de la primera clase de un curso de Introducción a la Comunicación, el plural en primera persona (“si imaginamos”) resulta curioso: en verdad, si alguien imagina que los medios no marcan agenda, sería más bien un ignorante que un ingenuo.
En fin, Carta Abierta publicó hace poco un extenso documento con el título “Los justos”. Allí se lee, a propósito del programa de Lanata, lo siguiente: “El aliento fétido de la regresión neoliberal sale de la pantalla impúdica los domingos a la noche”, frase inspirada sin duda por Ricardo Forster, quien hace unos meses había firmado una columna que a propósito del diario La Nación decía: “Con manos temblorosas, los lectores de tan ilustre ‘tribuna de doctrina’ sienten el aliento fétido de una viscosa política inspirada en esos momentos espantosos de un pasado que… amenaza con regresar en la Argentina de estos días”.
Por suerte, pensé, me había lavado bien los dientes el día que me presenté ante la Corte Suprema. Fue entonces que el extraterrestre preguntó por qué sonreía en silencio y aludió a “lo peor” de ese concepto de “intelectual” que yo había tratado de explicarle y que no terminaba de entender. Cuando le pedí que aclarara a qué se refería como lo peor, me contestó que esos señores que yo llamaba “intelectuales” no eran siquiera capaces de cuidar su estilo.
*Profesor emérito Universidad de San Andrés.