A mí me resulta deprimente el solo hecho de que me lo digan, pero me entero de que hay lugares en esta Tierra en los cuales la temperatura invernal llega a los 50º C bajo cero, y eso no es nada, Etelvina: en la Antártida llega a 70 (¡setenta!) grados C bajo cero. Letra más, letra menos, invierno e infierno se me confunden en la cabeza y me pregunto, primero, si existe. ¿Si existe qué? El infierno, claro. Los altos mandos religiosos por ahí te dicen que sí, por ahí te dicen que no y nunca sabés qué es en realidad lo que piensan y lo que sienten, aunque sospecharlo es interesante, por decirlo suavemente. El invierno sí que existe. O por lo menos existía, en este Rosario de mis amores, ¿te acordás, Etelvina? Hacía frío, mucho, muchísimo frío de veras, pero una no pensaba en el infierno, no en ese momento, no en esos años. Para seguir con el segundo punto de esta sesuda reflexión, justamente en esos años el tiempo se arrastraba de panza, lentamente, como por un terreno blando que lo iba deteniendo cada diez minutos digamos media hora y acertaremos. ¿Y una qué podía hacer? Digo, para que el invierno retrocediera y el infierno siguiera sin presentarse en el living de casa. Una se metía en un libro de John Dickson Carr y paseaba por los prados verdes verdísimos de Staffordshire mientras alguien hundía la hoja de una daga florentina de mango enjoyado en el corazón de otro alguien que por lo general se lo merecía. En los prados verdes era primavera; no siempre, pero era. También podía ser un otoño cobrizo y dorado con vientos no muy fuertes del Oeste, si convenía. Mucho después, anteayer, Etelvina, anteayer vienen y nos invaden los nórdicos y ¡caramba que sopla el viento en Escandinavia! Pero en el entonces del tiempo lento todo era prados y mayordomos y cacerías del zorro, pobre zorro, con lo que faltaba para Konrad Lorenz y la ecología, y todo lo que había que hacer, si habíamos terminado con el mapa económico de Europa en el siglo XVIII y las reglas ortográficas y gramaticales de un texto de Fernández de Moratín, consistía en seguir al detective aficionado por entre los vericuetos psico-socio-literarios que iba sembrando para desorientar al cana, perdón, al investigador oficial que no entendía nada de nada, a pesar de lo cual a veces era un buen tipo (no siempre). Después, muuuuuuucho después, llegaba la primavera. Se anunciaba, venía, se retiraba, re-entraba el infierno y nos lo creíamos, volvía, la primavera digo, y algo nos decía que Dickson Carr iba a tener que esperarnos. Y en una de ésas, apareció Raymond Chandler.
Pero ésa es otra historia.