Cuando yo era adolescente, ayer nomás, los sábados por la tarde, algún canal de la televisión argentina transmitía, “vía satélite”, los partidos de la liga inglesa de fútbol. En ese entonces, era una extravagancia reducida a un pequeño número de fanáticos del deporte, dentro del que me encuentro (paradójicamente, o no tanto, por ser un “tronco” para practicar cualquiera de ellos). Hoy, gracias a la tecnología de las comunicaciones y al acceso a la misma de cada vez mayor cantidad de gente, en cualquier charla de café de Buenos Aires, un grupo de amigos está comentando los entretelones del último Barça-Real, los dramáticos finales de la NBA, los problemas de Tiger, la declinación de Federer o los shows de entretiempo del Super Bowl, sin la misma pasión que rodea cualquier enfrentamiento futbolístico local, quizás, pero con la misma intensidad y nivel de información.
El deporte es ahora un espectáculo, un show global. Como tal, concentra la atención de enormes audiencias. Esos cientos de millones de teleespectadores, a la vez, atraen a las empresas que buscan publicitar sus marcas y sus productos. Marcas y productos también globales.
El negocio detrás de ese espectáculo es extraordinario. Fenomenal.
Pero la base de todo espectáculo para ser tal es su “calidad”, el “carisma” de sus estrellas y/o algún elemento de atracción especial que llame la atención, que despierte interés masivo. En ningún bar de Buenos Aires se comenta el Osasuna-Betis, o el desempeño golfístico de Martin Kaymer (ni aun cuando ha sido número uno del mundo).
Pero además de esas condiciones, todo espectáculo tiene que reunir otras, vinculadas con lo que las empresas consideran “apropiado” para “pegar” su imagen, su marca, con dicho ámbito.
A ninguna empresa le gusta asociar su imagen a espectáculos deportivos en donde el comportamiento de sus protagonistas, dentro o fuera del espectáculo en sí, afecte negativamente su marca. De allí también que las asociaciones y organizaciones que rigen el deporte global, los clubes o los contratos que firman los protagonistas del espectáculo contengan cláusulas que regulan, más allá de la actividad estrictamente deportiva, su forma de actuar. Puede parecer exagerado, o fuera de lugar, pero lo cierto es que para cualquier empresa construir una marca, imponerla, instalarla en la mente del consumidor con ciertos atributos exige una inversión enorme, un trabajo sistemático que puede destruirse, en un instante, por un error fatal. Y del otro lado, sin empresas publicitando el negocio del espectáculo no existe o queda limitado al cerrado círculo de unos pocos interesados, como en mi ejemplo de adolescencia.
Hay excepciones, por supuesto, generadas por el éxito sistemático o la genialidad que son siempre “perdonadas” mientras duran, pero que inmediatamente se desvanecen ante el fracaso.
¿A qué viene todo esto en una columna de economía? Viene a que el deporte profesional es “por plata” y cada vez más, por lo arriba expuesto. Y en ese sentido, José Mourinho, el hasta ahora exitoso técnico del Real Madrid, olvidó, al menos en estos días, estas cuestiones claves: su negocio personal y el de su equipo dependen de la demanda. Y la demanda, a su vez, es función de la calidad del espectáculo que tiene que brindar con sus futbolistas, y esa calidad incluye el triunfo, pero no exclusivamente. También comprende el “cómo”, y el “tono” que tiene que respetar en sus declaraciones públicas.
La Argentina económica hace rato que ha olvidado que la inversión privada no sólo depende de la rentabilidad esperada del negocio, que es fundamental, sino que también depende del “entorno” que la rodea. Es la metáfora de Mourinho acerca del “tono”.
Un ambiente hostil, conflictivo, con cambios arbitrarios y permanentes de las reglas de juego, sin equilibrio de poderes que garantice “justicia”, etc., requiere de utilidades cada vez mayores o “regalos” crecientes para atraer inversión. Lo primero, la rentabilidad, está cayendo por un constante aumento de costos, no trasladables totalmente a los precios, en especial en el caso de bienes exportables o que compiten con las importaciones. Lo segundo, “los regalos”, están limitados y no hay para todos.
En consecuencia, o cambiamos el “tono”, el “modelo”, o cada vez habrá menos demanda para el espectáculo populista argentino.