Pasa el tiempo, pasan los años, pero la pintada sigue allí, en la esquina de Corrientes y San Martín, en Ramos Mejía, mi ciudad. Pasan los chicos rumbo a la escuela mientras traquetean las rueditas de sus mochilas de carrito. Repiquetea tentador el taconeo apresurado de las chicas que van a tomar el Sarmiento o se apuran para hacer la cola en la esquina del chárter. Algún perro irrespetuoso levanta la pata y se alivia contra el muro, pero no le podemos achacar desconocimiento o irreverencia. Pasa de todo, pero esas letras emocionantes resisten allí, negro sobre el blanco descascarado de la pared, orgulloso como la bandera de un regimiento veterano que regresa del frente, las palabras siguen allí, como si la brocha que las pintó hubiera sido embebida en alguna pintura mágica.
La consigna está sobre esa pared desde hace más de treinta años. “Juicio a la dictadura de asesinos y ladrones!!!”, grita a ras del suelo, debajo de un alambrado oxidado e irregular. Desde que me mudé al Oeste paso todas las mañanas con el temor de que alguien la pinte y la tape, o le pegue alguna propaganda de delivery encima. Pero no, aguanta. Paso cuando voy a dar clases. Pasé la mañana de la matanza, en febrero de 2012; pasé en diciembre de 2001, cuando nos pareció que había que estar en la Plaza, pero no se sabía ni cómo ni a qué llegaríamos a Capital. También pasé el día en el que Néstor Kirchner pidió perdón en nombre del Estado en la ESMA.
La pintada sigue ahí, pero como no quiero tentar a la suerte, en esta mañanita de otoño me aseguré su recuerdo con una foto que registre la persistencia de la memoria. “Juicio a la dictadura de asesinos y ladrones”, nos reclama. Está un poco deteriorada: “Dicta” está tapado por el revoque de algún arreglo posterior. La casa, aunque habitada, luce umbrosa y antigua, con las paredes cubiertas de hiedra. Quedan pocas así en Ramos, arrasadas por los edificios de departamentos, la inversión en boca de pozo y la necesidad de vivir lo más cerca posible de la Cabeza de Goliat. Pero a lo largo de la calle Corrientes, antes de llegar a la esquina, el mensaje se lee clarito, como una voz que llega del pasado y nos recuerda que lo que somos es el emergente de lo que hicimos en el pasado, pero también del esfuerzo de quienes nos precedieron.
La advertencia está escrita en los trazos firmes y toscos de las pintadas de los 80, la década que todavía no tiene derecho a figurar en ningún lado. Quizás porque nos gusta pensar las cosas en blanco y negro y en dos dimensiones. Acaso porque entre los gloriosos y sangrientos 70 y el neoliberalismo arrasador de la década del 90, los años de la “primavera democrática”, con su posterior desilusión parecen no haber tenido la misma suerte. Tal vez porque entre 1982 y 1990 todo era un fascinante caldero de brujas: la democracia, los desaparecidos, la lucha armada, Malvinas, el destape, los catorce paros a Alfonsín, la renovación peronista…
Tal vez los 80 molestan porque a nadie le gusta ver las cosas que fue dejando en el camino para llegar a ser lo que es. Esos años 80, aún hoy, son difíciles de clasificar, atrapados entre este presente vendido como horizonte alcanzado y un pasado que sea por lo heroico o trágico, nos condena retóricamente a no poder trascenderlo
Sin embargo, la pintada resiste porque todavía falta mucho. Inmóvil, recuerda que las construcciones son colectivas. Que en 1976, acaso en 1975, triunfaron, efectivamente, asesinos y ladrones. Criminales que hoy son juzgados porque hubo décadas de lucha de millares de compatriotas. A la luz otoñal, imagino el grupo mientras pinta: poco ruido, un campana atento a una luz que delate algún vecino que se despierte y llame a la policía. O tal vez aprueba en silencio. No lo sé.
Pero la pintada de San Martín y Corrientes recuerda que esas luchas no son patrimonio de nadie, y sí responsabilidad de todos.
*Historiador.