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Kant está bien

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

A fines de abril de hace tres siglos, nacía uno de los filósofos más determinantes de nuestro presente. Me refiero a Immanuel Kant, cuya obra es inmensa, siempre revisitada. Les dio la vuelta a los imperativos, y entendió que la razón puede formar ideas que no necesariamente prueben su realidad pero sirvan para usos prácticos. Se las vio con la ética, el Estado, la trascendencia, la cosa en sí… En estos tiempos tan pragmáticos (o con miras de serlo), sus categorías se reavivan. “Ni el entendimiento puede intuir nada, ni los sentidos pueden pensar nada. El conocimiento únicamente puede surgir de la unión de ambos”. Para nuestro panorama belicista actual, quisiera rescatar un librito que apareció a fines del siglo XVIII, Sobre la paz perpetua. Si bien Kant ocupa mucha biblioteca, desde ensayos filosóficos complejos hasta aforismos de índole social de carácter optimista, quizás el escrito más oportuno para releer en estos tiempos de crisis de los Estados sea justamente este pequeño gran libro, que además se encuentra en cómoda edición de bolsillo. 

El título tiene dos orígenes. El primero quizá sea el más seguro, del abad de Saint Pierre, autor de un ensayo sobre el proyecto de una confederación europea llamado “La paz perpetua”, que a su vez fue comentado por Rousseau, de quien Kant estaba fascinado por su libro Emilio o la educación. El segundo origen del título, que ratificaría el humor denegado al gran filósofo, surge de la observación de una pintura satírica dispuesta por un posadero holandés en la publicidad de su hostal. La imagen, nada menos que en un albergue, presenta un cementerio que lleva de título “La paz perpetua”. Kant sucumbió al chiste, reflexionando. La paz como una utopía de los muertos. Solo se la alcanza al descansar definitivamente. 

En aquel entonces, el mundo estaba conmocionado por los preceptos de la Revolución Francesa, que involucraba a los filósofos en la búsqueda de argumentos para el nuevo escenario político. Kant no escamoteó comentarios, premisas que hoy pueden resultar tan risueñas como insidiosas; algunas de vaticinio certero, otras que no trascendieron su época. Sin embargo, ya sea enaltecido o desestimado, el idealismo kantiano sigue configurando nuestro presente. En este libro, que se compone de varios artículos, se refiere particularmente a la violencia que conlleva la formación de un pueblo. El filósofo advierte que “la paz no es un estado natural en el que los hombres viven unidos. El estado natural es más bien el de la guerra, uno en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, existe un riesgo constante de que estallen. No alcanza con evitar el inicio de las hostilidades para asegurar la paz. Por esto, la paz es algo que debe ser implantado”.

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Pero existen ciertas condiciones para este “implante” que figuran en sus “Bases previas de la paz perpetua entre los Estados”. Comienza con una alerta sobre la argucia –dícese de argucia: argumento falso presentado con agudeza–: “No debe considerarse válido un tratado de paz al que se haya arribado con reservas mentales sobre algunos objetivos capaces de causar una guerra en el futuro”. 

O sea…

Según Kant, no debe declararse la guerra si no existe en el adversario una dignidad que albergue un sentimiento de paz. Y solo es posible manifestarlo en un marco geopolítico determinado. Kant prosigue así: “Ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la Constitución y el gobierno de otro Estado”. Y como si esto fuera poco, teniendo en cuenta que el libro se publicó en 1795: “La intromisión de potencias extranjeras siempre será una violación a los derechos de una nación libre que lucha con su mal interno”. ¡El mal interno!, qué concepto a desarrollar… Continúa: “Inmiscuirse en sus propios pleitos sería un escándalo capaz de poner en peligro la autonomía de los demás Estados”.

A partir de estos conceptos kantianos, podría pensarse que los siglos pasan en vano, que los filósofos pierden el tiempo o que los que gobiernan retrasan la historia por falta de lectura. Immanuel Kant se despidió del mundo el 12 de febrero de 1804, luego de pronunciar un es ist gut (está bien). Frase brevísima, esperanzadora y enigmática. Propia, quizá, de quien ha vaciado su tintero y muere sin el apremio de lo no escrito.