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Kirchner y Hegel

Conviene evaluarlos por sus rabietas. Quienes hablan en nombre del Gobierno toleran mal el curso de los acontecimientos. Es curioso porque, en verdad, todo indica que el poder vive en el mejor de los mundos. Debería, en consecuencia, derrochar melosidad y bonhomía. Hacen todo lo contrario. Sus propias palabras los retratan.

Pepe150
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Conviene evaluarlos por sus rabietas. Quienes hablan en nombre del Gobierno toleran mal el curso de los acontecimientos. Es curioso porque, en verdad, todo indica que el poder vive en el mejor de los mundos. Debería, en consecuencia, derrochar melosidad y bonhomía. Hacen todo lo contrario. Sus propias palabras los retratan.
Carlos Kunkel, uno de los ejemplos, ametralla a los medios diariamente. Se le nota una viscosa animadversión contra alguien que, sin embargo, no parece levantar vuelo ni mover amperímetros.
Cotidiano mensajero de un gobierno cuya Primera Dama no da conferencias individuales en una universidad estatal argentina, pero en cambio disfruta de darlas en universidades privadas norteamericanas, Kunkel se quejó porque “Roberto Lavagna se la pasa dando charlas en Europa, pero todavía no conocemos cuál es su proyecto, aunque está claro que tiene posiciones vinculadas al liberalismo económico, para defender los intereses de los clientes de su consultora Ecolatina”.
Notable: el gobierno del que Kunkel es portavoz ideológicamente ortodoxo sólo habría detectado esas “posiciones vinculadas al liberalismo” desde que el Presidente echó a Lavagna del cargo de ministro de Economía, para el cual lo designó Eduardo Duhalde en abril de 2002, y en el que permaneció, ya con Kirchner en la Casa Rosada, durante nada menos que 30 meses.
Otro rasgo de llamativa crispación, palabra que enardece al Gobierno pero retrata de manera muy fiel su estado de ánimo, sobre todo de cara al plebiscito constitucional de hoy en Misiones, es la creciente virulencia del debate dentro del oficialismo.
Así, Kunkel embistió contra formas y contenidos de la espesa y sombría interna del kirchnerismo porteño, ámbito en el cual Alberto Fernández, Daniel Scioli y Jorge Telerman disputan enconadamente. Con sarcasmo, sugirió a los porteños que “no se metan en la provincia de Buenos Aires: nosotros estamos contentos de sacar el 66 por ciento de los votos (sic), como obtuvimos en las elecciones de octubre pasado” y, ya en plan de guerrilla impiadosa, añadió: “Les pido que no nos ayuden a sacar más, que se ocupen de la Ciudad”.
Lo curioso es que en octubre de 2006, lejos de ese mítico “66 por ciento” del que hoy se ufana Kunkel, el kirchnerismo sacó 46 por ciento para senadores y 43 por ciento para diputados, una victoria notable pero –de todos modos– casi un 50 por ciento menor de lo que hoy reivindica este admirador de Juan Manuel de Rosas y la suma del poder público.
Similar ebriedad matemática asoló la semana pasada a Horacio Verbitsky, otro que se desvive cada domingo para seguir enamorado del Gobierno. Escribió que Cristina Fernández de Kirchner “triplicó” en octubre de 2005 los votos del duhaldismo. En verdad, para hacerlo, debería haber amasado el 59 por ciento, pero la Primera Dama recogió el 46 por ciento. Para triplicar, le faltaron apenas 827.000 votos.
Quien triplicó en serio fue Alberto Balestrini, que sumó más del 43 por ciento de los votos, contra menos del 15 por ciento de Jorge Villaverde. Pero Balestrini y Villaverde eran duhaldistas etiqueta negra y hoy animan, entusiastas, el tren de la victoria kirchnerista. ¿Cambiaron?
Es que la Argentina atraviesa una zona plagada de enormes y luminosas posibilidades, ante las cuales la oferta del actual poder son de escualidez sorprendente.
Hace poco, la revista Escenarios Alternativos le preguntó al sociólogo Juan Carlos Torre si el Presidente interpreta ser el emergente de un cambio de época y si sabe “leer” bien el momento. Torre, un intelectual riguroso, hosco pero brillante, deslizó: “Tengo la impresión, a la distancia, de que no. No me parece que capture el nuevo clima de época. Hay, sí, por supuesto, una condena de la experiencia de los años 90, ¿cómo dudarlo?, y la búsqueda de un replanteo de las relaciones entre el Estado y los poderes económicos. Pero este replanteo está colocado en términos de pura contraposición. Usando una metáfora hegeliana, es posible decir que si Carlos Menem fue la tesis, Kirchner ha escogido el lugar de la antítesis, pero todavía no hay una síntesis que se coloque por encima, habilitando a una nueva concepción del desarrollo”.
El pensamiento de Torre arroja un luminoso haz de claridad sobre los fundamentos del kirchnerismo realmente existente, bien definido como un torrente reactivo que se maneja con mucho de lo peor del pasado reciente.
“En ausencia de una visión que redireccione las iniciativas –explica Torre–, es probable que estemos generando problemas hacia los años por venir. El Presidente ha insistido como justificación del momento en que le toca gobernar: ‘Estamos saliendo del infierno’. Al cabo de más de cuatro años de crecimiento sostenido, pareciera que se impone buscar justificaciones de las políticas públicas menos volcadas hacia el pasado y más orientadas hacia el futuro. Por lo demás, una concepción del desarrollo como empresa nacional requiere un estilo político más articulador y menos confrontativo que el que preside la gestión de Kirchner.”
Contrapuesto al solipsismo incontenible del Presidente, Lavagna molesta al oficialismo, y por justificadas razones. Ese estilo político “más articulador y menos confrontativo” define bien el identikit inicial del ex ministro de Economía, pero no le alcanza para ser alternativa.
Los últimos ocho años argentinos obliteraron casi totalmente la cultura democrática vinculada con el carácter agregador y lubricante de la política como concepción integradora y fuerza motriz impulsora de civilidad.
A Lavagna se lo puede ver, en cierto punto, como un político prolijo, personalidad serena y racional, lejana de enjuagues con la caterva de torvos jeques suburbanos que pasó del duhaldismo al kirchnerismo sin escalas.
Señala Torre que “cuando se observa la producción del gobierno de Kirchner, se ve que (…) estamos ante la ausencia de una visión en sintonía con el cambio del clima de época y que proyecte, en consecuencia, un sendero de desarrollo de largo plazo para la Argentina en los tiempos de la globalización. Lo que se advierte, además, son iniciativas poco congruentes con esas metas”.
Ese cambio del clima de época que no representa el gobierno del presidente Kirchner les exige a personajes considerables como Lavagna no sólo una minuciosa acumulación de ideas y planes, algo que le hace bien a la salud democrática de la Argentina, sino también enjundia, empuje y energía política, que desde el Alfonsín de 1983 escasean en la Argentina.
El talibán kirchnerista intenta esmerilar a Lavagna porque podría llegar, en teoría, a tenerla. Simboliza la posibilidad tentativa de “lo otro” factible y diferente. Pero le van a tirar con todo, si es que se decide a ponerse de pie y caminar.
Cosa que, hay que decirlo, hasta ahora Lavagna no ha hecho.