COLUMNISTAS
VIDA Y VERDAD

La autenticidad

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Vengo de ver Blue Jasmine, la segunda película seria de Woody Allen en lo que va del siglo (nos salteamos Cassandra’s Dream, porque lo queremos). Como suele suceder cuando una película funciona, el Blade Runner cosmopolita y benigno de Londres a la noche tarde me parece más artificial que lo que acabo de ver en el cine. Ambas cosas, contrapuestas, me dan como nunca antes la impresión de que la Argentina existe hoy en una tercera dimensión, ni real ni ficticia, completamente artificial e inauténtica, ajena a la experiencia individual, o por lo menos a la que yo estoy en condiciones de entender.

En 1856, Emerson vino a Inglaterra y encontró un culto a la autenticidad que no imaginaba: “Los ingleses exigen que uno tenga una opinión o ideas propias, y detestan a los cobardes que en cuestiones prácticas no pueden responder por sí o por no. Cultivan los modales, pero aceptan que uno rompa todas las reglas si lo hace honestamente y con espíritu. Primero uno debe demostrarles que es alguien; y recién después puede hacer lo que se le antoje”. Esta observación, consistente con mi experiencia personal, parece oponerse a lo que decía, más o menos en la misma época, Oscar Wilde, el intelectual británico por excelencia: “Nuestro primer deber en la vida es ser tan artificiales como sea posible. El segundo todavía nadie sabe cuál es”. Pero no habría que tomar a Wilde literalmente: lo suyo es una boutade con ecos nietzscheanos; más conocida y seria es su afirmación de que somos menos nosotros mismos cuando hablamos en primera persona (“Dale una máscara y dirá la verdad”).

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La autenticidad de Emerson es la de la vida y la de Wilde es la de la Verdad con mayúsculas, a la que –desde una perspectiva más moderna– sólo se puede acceder mediante la ficción o el artificio. Casi dos siglos después, estas dos variantes siguen en pie, a veces en conflicto, casi siempre coexistiendo sin problemas, en todas partes. Salvo en Argentina. Apenas diez años de totalitarismo leve fueron suficientes para tildar la escena pública como si fuera una máquina. Vivimos la repetición loca (como en Blue Jasmine) de una historia real o idealizada, siempre lo mismo, cristalizándose en tics que sólo dejan una cáscara vacía o, peor, tan gruesa que ahoga lo poco humano que quede adentro.

Es difícil detenerse en el contenido de las entrevistas televisivas y los discursos de campaña, porque desde hace tiempo no hay nada ahí. Ya casi ni escucho lo que dicen, soy el perro de los Simpson. Hablan y yo oigo fhgasahghasasa. Carrió se jacta de que en UNEN hay disidencia civilizada y “diálogo racional”, pero no se sabe sobre qué carajo dialogan o disienten. No te dicen. Los demás hablan de debates y propuestas que no existen. Ese vacío se traduce en una exposición eterna sobre las formas (“la toma”); sería una conversación pero no es, porque el sentido común de la época dicta que las formas no se cuestionan. Sólo se puede sobreactuar la tolerancia y el pluralismo hasta el infinito, hasta que todos terminan siendo iguales y se congratulan de tolerarse entre sí como si fueran distintos. Uno distinto de verdad no entra ahí ni con un portaaviones.

Nelson Castro sentó a su mesa a una selección potencialmente conflictiva de padres y alumnos del CNBA. Los hizo quedarse después del corte comercial, y los obligó a escuchar en silencio su filípica vacua sobre la importancia nominal de la educación. Nadie le tiró una silla por la cabeza. Una semana después, Lousteau llamó a los televidentes a “enamorarse de nuevo de la política”, y las sillas del estudio permanecieron en su lugar. Tampoco se movieron cuando dijo que “los valores se transmiten desde el Estado”. Ni cuando, minutos después, Alberto Fernández se sentó en una y llegó vivo al final del bloque, demostrando una vez más que la justicia divina es una quimera. El tono de todo esto, la actitud corporal: robótica, como Edward Scissorhands imitando a las personas, con el culo entre las manos, aferrándose a lo formal como un escudo para que nada que sea verdad se filtre nunca, con miedo a un efecto dominó. Me parece el peor artificio posible: la bomba de tiempo aburrida. O, volviendo a Emerson:
Nor kind nor coinage buys
Aught above its rate.
Fear, Craft, and Avarice
Cannot rear a State.

*Escritor y cineasta.