En el cuento La carta robada, Edgar Allan Poe nos da un indicio.
La carta que un ministro siniestro ha robado a una persona regia, para comprometerla y tenerla a su merced, no aparece por ningún lado. La policía ha cuadriculado el espacio y lo ha revisado milímetro por milímetro: debajo de cada tabla del piso, detrás de cada moldura en la pared.
Desesperada, la Justicia burguesa convoca al Chevalier Auguste Dupin, quien visita al ladrón y, después de un intercambio más bien anodino, descubre dónde se encuentra la carta, que reemplaza por una falsa, para que el ministro crea que conserva algún poder, cuando ya lo ha perdido todo.
Jacques Lacan, como se sabe, encontró en el cuento sugerencias para caracterizar la práctica analítica: el secreto se vuelve visible si uno es capaz de mirar con los ojos de otro. Lo que quiere decir La carta robada es que una carta llega siempre a su destino.
Desde Poe hasta nosotros, las personas regias ya no son el fundamento de la soberanía. El pueblo es el soberano, y los gobernantes actúan por mandato y delegación. Pero, pareciera, al pueblo se le sigue robando. Los ladrones dicen: es que necesitamos robar para precisamente poder garantizar la soberanía popular. Robamos porque el capitalismo es, en sí mismo, un régimen confiscatorio y alienante. Sea. Pero, ¿dónde está el producido en esas campañas redistributivas?
El juez busca los dineros robados por el ministro, nos dicen, porque sin ellos no habrá posibilidad de condena. Los dineros no aparecen. El ministro se envalentona y pregunta: si esos dineros existieron, ¿dónde están? Las máquinas levantan la tierra de los campos, los martillos destrozan las paredes, los perros entrenados huelen las bóvedas y las catacumbas de los conventos. Y no aparece nada.
Pero basta mirar alrededor, con los ojos de otros, para darse cuenta. Los ojos, por ejemplo, de la Cámara de la Construcción, que tanto colaboró para sostener al gobierno del pueblo. Y hay que mirar precisamente allí donde los constructores detienen su mirada, lo que sus pestañas conmovidas acarician a la distancia: Puerto Madero y sus emprendimientos de lujo, sus coworking spaces, sus World Trade Centers, sus Towers, sus amenities y sus intelligent buildings que ofrecen “una calidad de vida reservada a los más exigentes”. Puerto Madero, esa iniquidad, esa boca del Infierno, es nuestra carta robada. No hay que buscar: todo está ahí a la vista.
¿Qué estamos esperando? ¿Que lo diga un juez? La Justicia puede ser idiota, pero sigue siendo burguesa y conoce sus limitaciones. Una cosa es protestar por el latrocinio contra el soberano. Otra, muy distinta, es intentar recuperar para el pueblo esos ladrillos que tanta falta le hacen y que le darían, a ese barrio muerto y helado, una vitalidad que jamás podrá alcanzar de otro modo.