El precario estado de salud del presidente egipcio, Hosni Mubarak, ya me indicó hace un par de meses la preocupación que ello significaría para el gobierno de Barack Obama; pero entonces no podía imaginarme, al menos por mis vivencias sobre el Egipto que conocí hasta hace casi diez años, que podría producirse el estallido que estamos viendo en estos días y que se ha transformado para los Estados Unidos en una verdadera pesadilla, cuyo final resulta tan imprevisible como lo fue su comienzo. Sin embargo, por los contactos que mantengo todavía con residentes argentinos y de otras nacionalidades en El Cairo, tampoco para ellos era previsible lo que está ocurriendo. Por eso pueda ser tal vez útil dar una muestra panorámica de la situación del más importante país árabe, desde la última década del siglo XX hasta el comienzo de este siglo. Durante el tiempo en que fui titular de nuestra embajada en El Cairo, en plena década de los 90, mi primer impacto fue tomar conciencia de que después de Washington DC, no había otra ciudad con más actividad diplomática que aquella. Porque además de tener sede en El Cairo unas 120 representaciones diplomáticas, entre países y organizaciones internacionales gubernamentales, todos los días un jefe de Estado, un jefe de Gobierno, ministros de Economía, de Energía, de Defensa, o senadores de países de todos los continentes visitaban esa ciudad para entrevistarse con el presidente Mubarak y miembros de su gabinete. Es que Egipto era, y sigue siendo, entre tantas cosas importantes, una frontera segura para Israel, nada menos que una bisagra natural del proceso de paz árabe-israelí, el gran mediador y verdadero interlocutor y garante, no reemplazado aún. Posición de igual índole también se extendió al continente africano, legitimada entonces por la presidencia rotativa de la Organización Unidad Africana (OUA), que le correspondió durante el último año de mi estada allá, a Egipto, permitiéndole dicho rol intervenir en la búsqueda de soluciones para algunos de los serios problemas por los que atravesaba el Continente, especialmente aquellos que por su proximidad tenían mayor peso para los intereses egipcios. Por ejemplo, fue precisamente Egipto el país que instrumentó la formación de un mecanismo para la solución de conflictos en el seno de la OUA. Pero la febril actividad diplomática no terminó en eso, porque Egipto siguió desarrollando una permanente labor a nivel regional, a través de dos organismos: La Liga Arabe y la Conferencia Islámica. En el seno de la Liga, el tema excluyente sigue siendo el proceso de paz. Como se recordará, Egipto, líder indiscutible del mundo árabe, había sido expulsado del organismo y fue aceptado nuevamente en 1989. En el seno de la Conferencia Islámica, durante el tiempo de mi labor allí, era notable el seguimiento que se hacía sobre la guerra en la ex Yugoeslavia. Tampoco puedo dejar de mencionar la permanente participación egipcia en organismos como No Alineados y G15, donde siempre defendió los intereses comunes a los países en desarrollo, y que tienen que ver básicamente con la relación que estos mantienen con el mundo industrializado. Antes de volver a la actualidad, quisiera destacar que las relaciones bilaterales entre Egipto y nuestro país atravesaron en aquellos años un muy buen momento, porque no sólo se consolidaron a nivel político a través de las excelentes relaciones mantenidas por ambos gobiernos, sino que además comenzaron a trasladarse a otros campos, como los de una intensa colaboración en el de la cooperación horizontal entre países en desarrollo.
Pero volvamos al presente, y dada la imposibilidad de hacer un pronóstico serio sobre el desenvolvimiento inmediato de la crisis así como de sus eventuales consecuencias en el mundo árabe, al menos quisiera en esta nota referirme a ciertos aspectos de la personalidad de Hosni Mubarak, que tal vez expliquen la preocupación que su actual situación esté causando especialmente en los Estados Unidos, Palestina e Israel.
Para ello, sólo quisiera relatar una circunstancia muy especial en la cual lo vi actuar en su rol de mediador o moderador, entre Rabín y Arafat. La situación se dio durante la firma de un acuerdo entre dichos líderes, que tuviera lugar en el enorme Centro de Convenciones de la ciudad de El Cairo.
Dadas las circunstancias y características de las partes involucradas en dicha ceremonia, cuya concreción tuviera tantos retrasos, existían hasta el momento mismo de su inicio algunas dudas de que ella pudiese tener lugar, no obstante la enorme publicidad que le estaba otorgando el país sede. Dichas dudas estaban abonadas por el hecho de que las partes seguían negociando hasta pocas horas antes de la hora anunciada para su comienzo. Finalmente, poco después de las once de la mañana, con la presencia en el escenario del presidente Mubarak; el primer ministro Rabin; el señor Arafat; el secretario de Estado norteamericano, Warren Christopher; el canciller ruso; el egipcio Arm Moussa y el israelí, Simon Peres dio comienzo la ceremonia con un discurso del presidente Mubarak. Todos los nombrados estaban de pie y siguieron durante toda la ceremonia en tal postura, ya que no había sillones, salvo uno, colocado frente a la mesa donde estaban los textos del acuerdo. Fuera de eso, no había en el escenario otro mueble que un podio desde el cual se pronunciaron los discursos.
A continuación, el señor Arafat procedió a firmar los textos del acuerdo israelí-palestino, cosa que hizo –luego se supo que a medias– bajo una ovación. Cuando le tocó el turno al primer ministro Rabin, fue visible para todos la sorpresa en el congestionado rostro del veterano dirigente israelí frente a algunas de las hojas que debía suscribir, porque aparentemente, Arafat había omitido firmarlas, y no precisamente por olvido. A ello siguió su airado gesto convocando a su propio canciller, que dejó su lugar y se dirigió hasta la mesa de la firma. El profundo y expectante silencio en la sala era sólo quebrado por el clic de las cámaras fotográficas. Seguramente convencido, aunque no tranquilizado, por su canciller, Rabin terminó de firmar y volvió a su lugar. Pero una vez allí, la primitiva alineación de los circunstantes en el escenario, perdió su estructura porque, salvo el presidente en el centro entre Rabin y Arafat, todos los demás se desplazaban para hablar sucesivamente con aquellos tres. Así las cosas, Rabin gesticulaba, entre la impaciencia y la impotencia, el presidente Mubarak escuchaba atentamente a todos los cancilleres y luego transmitía los “mensajes” a Arafat que parecía de piedra, mucho más de piedra que la propia réplica de la Esfinge que ornaba el foro del escenario, separada de los dirigentes por un tenue cortinado azul poblado de estrellas.
Mientras tanto, y aparentemente ajeno a toda esta confusión, el secretario de Estado norteamericano firmaba también los textos y pasaba de inmediato al podio para decir su discurso, que nadie escuchaba: ni los que estaban en el escenario, ocupados en una nueva negociación “al paso”, ni el público, cuya atención –como las de las cámaras de TV– estaban puestas en los cancilleres alrededor de un Rabin todavía congestionado, un Arafat siempre impasible y un muy dueño de si mismo y paciente Mubarak. No obstante el embrollo, la ceremonia seguía el programa fijado y dijo su discurso el canciller ruso, en medio de las mismas y tan poco propicias circunstancias para ser escuchado.
Mientras tanto, subían y bajaban entre la platea y el escenario algunos funcionarios locales reclamados por el canciller egipcio, y otros, israelíes y palestinos, convocados por sus respectivos jefes. Finalmente, todos los nombrados, encabezados por el presidente Mubarak –que así lo dispuso– hicieron mutis por el foro mientras se anunciaba al público que habría un breve intermedio, pidiéndosele que no se moviera de la sala. Por supuesto, nadie la abandonó. A esto siguió un gran bullicio y un conciliábulo masivo de embajadores que preguntábamos –a funcionarios egipcios y de las delegaciones de Israel y Palestina– sobre cosas ignoradas, y estos nos respondían sobre cosas imposibles. Pero no habrían pasado más de siete minutos cuando retornaron al escenario todos los personajes de esta ceremonia, denotando sus rostros un gran alivio, una gran distensión. De inmediato, y para satisfacción de todos los presentes, Arafat volvió a sentarse a la mesa para firmar lo que antes no había hecho de una manera total, como por ejemplo, ciertos mapas, y algo más. Por supuesto, este auspicioso hecho fue acompañado por una salva de aplausos que partió desde el propio escenario, calurosamente apoyada por toda la sala. El acuerdo había sido salvado y la ceremonia prosiguió con el resto de los discursos.
Para el cierre volvió a hablar Mubarak, pero esta vez lo hizo en inglés y no en árabe, agradeciendo el “regalo” de la ceremonia, ya que coincidía con el día de su cumpleaños, al cual, por otra parte, aludieron todos los oradores. El pequeño susto de la ceremonia “interrumpida” no fue más que una nueva y anecdótica muestra, no sólo de las grandes dificultades que padecía todo este proceso de paz, sino de todas las que sobrevendrían en su cotidiana ejecución.
Frente al indignado histrionismo de Rabin y la impasible picardía de Arafat, la paciencia y sabiduría del presidente Mubarak volvía a poner las cosas en su lugar.
Por eso, si ya la delicadeza de su estado de salud constituía un verdadero problema para los Estados Unidos, Israel y Palestina, en el complejo proceso del logro de la paz, esta gravísima e imprevista agitación política que pueda derrocarlo ha agravado exponencialmente dicha preocupación, transformándola en una pesadilla que presagia consecuencias de muy difícil pronóstico para todo el mundo árabe.
*Periodista, escritor y diplomático.