Hace unos días me encontré con un amigo de toda la vida y, en plan de rememoración, recordamos dichos e historias de antiguas épocas. Las anécdotas fluían con naturalidad, pero los nombres de sus protagonistas flameaban en la punta de nuestras lenguas y no terminaban de caer en el aire sonoro del bar refrigerado. La infancia y la primera juventud están formadas en su mayoría en la creencia de que los hechos son únicos y se van acumulando con brillo y relieve propios en el palacio de la memoria y pueden ser extraídos limpios y espléndidos y a voluntad, cuando las circunstancias lo requieran, pero después, el tiempo y su cúmulo de situaciones confusas e insignificantes debilitan esa creencia. Mi primera sorpresa al respecto proviene de aquel remoto entonces, cuando fuimos al cine en familia, durante la época en que ir al cine era pasarse la tarde en el maravilloso continuado de las tres películas. Promediada la segunda, mi padre comentó: “Pero esta ya la vi”. Me sorprendió su demora en advertirlo. Que mi padre no recordara algo de inmediato, que incluyera esa película en una serie de infinitos posibles y la extrajera asombrado de los archivos del recuerdo tardío. Ese fue, comprendí después, el primer atentado riguroso contra la certeza en la singularidad de lo vivido.
Por supuesto, la memoria absoluta es imposible, su resultado sería el más estricto de los tedios, la constancia de una repetición: ¿cuántas veces a lo largo de nuestra existencia pensamos, decimos, vemos, imaginamos algo nuevo? Claro que el aliviador olvido, si fuese total, volvería la mente plana y generaría el terror de no ser: la ilusión de la identidad personal está constituida por la creencia absurda en el registro de la experiencia. Y ese registro, lo que llamamos la memoria, también se va resquebrajando con el tiempo. Otro día, otro amigo, en una modulación de lo narrado en el párrafo inicial, me mencionó a una mujer y yo le dije que recordaba el nombre pero no a la persona. Mi amigo me contestó, un poco alarmado: “Saliste con ella durante tres meses”.
Una explicación obvia de lo ocurrido es que esa relación no dejó marca en mí, pero situaciones como esa se repiten y hay que pensar en los efectos del paso del tiempo. Lo primero que se nos ocurrió a mi primer amigo y a mí en el bar fue que a medida que pasan los años a uno le importan menos cosas, y es probable que esa disminución de intereses generales esté alineada en unas paralelas que tenderán a aproximarse y en el momento de la muerte personal se juntarán con el total de los olvidos. En esa progresión, no solo van disminuyendo los intereses que antes nos capturaban, sino también las energías para abordar aquello que nos importa hasta que solo quede un resto, el mínimo resplandor. En una entrevista realizada poco antes de su fin, Freud hablaba con serenidad, como esa reducción aceptable de las expectativas y la conservación de pocos gustos que lo alentaban a seguir viviendo. Lo único que mi memoria registra de ese reportaje es que dijo que aún le gustaba contemplar las rosas de su jardín.