¿Cuándo es que uno piensa, por primera vez, en la muerte? Si se tiene la suerte de vivir en una sociedad relativamente estable, con padres jóvenes y las necesidades básicas satisfechas, uno puede permitirse el lujo de transcurrir unos cuantos años creyéndose –como por otra parte se piensa la mayoría de los hombres– inmortal. En mi caso, la epifanía de la muerte, con todo su peso real y simbólico, no se hizo presente hasta una tarde de diciembre de 2004, cuando en medio de la redacción y por un cable informativo me enteré que Susan Sontag había fallecido, víctima de su tercer cáncer, a los 71 años. Algunos de sus libros, como Sobre la fotografía y Contra la interpretación, habían sido fundamentales en los primeros años de mi azarosa formación estética y profesional. Saber que ya no habría otro, que esa inteligencia que encarnaba una figura en decadencia (la del intelectual que se interesa, y exhibe la voluntad de pensar y expresarse sobre todo) no produciría una palabra más, fue determinante: ya tenía edad suficiente como para empezar a vivir no con los muertos del pasado, sino con los del presente.
Sontag nació y murió en Nueva York, escribió cuentos, novelas y ensayos (en los que reflexionó sobre la pintura, el teatro, el cine, la fotografía, la violencia, el terror y la enfermedad), y se constituyó, desde muy joven, como uno de los íconos más reconocibles de esa clase tan particular que es la intelectualidad progresista estadounidense. Su pelo oscuro y el mechón blanco que lo partía en dos, los rasgos duros, sus opiniones en materia de política exterior y su declarado lesbianismo la convirtieron en referente y moldearon una figura casi monolítica. En los últimos años de su vida, desde septiembre de 2001, cuando fue una de las primeras en reaccionar contra el espíritu belicista y alucinado del gobierno de George W. Bush, cosechó múltiples críticas en su país y premios en todo el mundo.
Esa imagen totémica es precisamente la que viene a poner en crisis Un mar de muerte, el nuevo libro de su hijo, el periodista y escritor David Rieff, que aparecerá en la Argentina en algún momento del 2009. No porque revele aspectos novedosos de su forma de pensar o de su vida privada, sino porque muestra de una manera clara en qué medida todos se ven igual de desamparados frente a la certeza de la mortandad. Sontag enfermó de cáncer por primera vez en 1975, y salió adelante luego de una mastectomía radical. En 1989 se le descubrió un sarcoma uterino, y volvió a sobrevivir. En 2004, finalmente, se manifestó la leucemia que acabó con su vida. Es ahí donde comienza el libro de Rieff, luego de la visita al médico que le confirma que, esta vez, ya no habrá posibilidades. Y cuando aparece el retrato de la última Sontag: la que no podía soportar la soledad que había construido a su alrededor, la que sufría ataques de ansiedad, la que ya no se siente especial, la que cae presa de la desesperación más absoluta, la que no quiere admitir, ni ante el peso de las pruebas más evidentes, el hecho de que va a morir pronto.
“Mi madre siempre se consideró a sí misma como alguien cuyo anhelo por la verdad era insaciable. Tras el diagnóstico, el anhelo perduró, pero estaba desesperada por la vida, y no por la verdad”, escribe Rieff. Es la culpa del hijo por ofrecerle a su madre falsas esperanzas la que empuja el relato, por momentos insoportable, mientras describe la corte de amigos que acompañaron a la escritora en sus últimos meses velándole, por su propia solicitud, la verdad más evidente. La única que nunca quiso soportar.
*Desde Barcelona.