Las imágenes de las largas colas de los jubilados frente a los bancos transmitidas por la televisión tuvieron en las audiencias un efecto disruptivo comparable a las imágenes de los cortes de rutas durante la crisis del campo tras la 125. Fue un mazazo al ánimo de unión nacional que había catapultado la figura del Presidente como eficaz comandante de la guerra contra el coronavirus, empujando sus índices de aprobación a niveles impensados para una figura poco carismática como la de Alberto Fernández. Pero como cualquier desgracia tiene algún efecto positivo, y en este caso es quitarle a la sociedad la expectativa malvinera de “estamos ganando” de la que tan rápidamente nuestra sociedad es proclive como cualquier otra que, aplastada por una suma de fracasos, se aferra a la esperanza de cualquier éxito con imperiosa y comprensible necesidad.
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Preparar a la sociedad para lo que viene, una de las etapas más difíciles en materia económica que haya atravesado el mundo desde la Segunda Guerra, tendrá también carácter de salud pública, en este caso mental y emocional, porque las generaciones que hoy habitan el planeta no tienen memoria de las crisis mundiales de la primera mitad del siglo pasado.
Mientras los economistas discutían si la recuperación después de que “pase” el coronavirus sería en “V” o en “U”, vertiginosa o lenta, aparecen hipótesis de que sea en “L”, convaleciente, y que pueda demorar una década recuperarse, como fue en 1929 a pesar de los estímulos del New Deal, que no produjeron efecto inmediato.
Eso en un mundo, donde cada semana se modifican a la baja las previsiones de caída del producto bruto: para el segundo trimestre, en lugar del 10%, del 15%; y del desempleo en Estados Unidos, de cifras inimaginables de hasta un 30% en lugar del 20%, como las del crack de 1929. En Argentina la situación es aún peor porque antes del coronavirus ya estábamos en el subsuelo económico, empujándonos ahora a profundidades desconocidas. Un consuelo es que Argentina tiene un “colchón” para imprimir dinero porque durante un año Macri, con Dujovne de ministro de Economía, no emitió dinero mientras acumulaba una inflación del 50% y se podría haber emitido en esa proporción.
Las largas colas en los bancos también demostraron que, por apego a costumbres del pasado y por el temor que genera el coronavirus a que cajeros automáticos quedaran sin fondos y hasta los bancos tuvieran problemas operativos, hay en la sociedad una demanda mayor de cash. Contribuyendo a que una emisión en el mes de abril en términos reales del 50% no genere una hiperinflación (abril 2020 contra abril 2019 comenzó en 70%, lo que en términos reales fue 20%, por el 50% de inflación).
Tampoco podría producir en el mundo un aumento inflacionario porque, a diferencia de la crisis de 2008/2009, donde tampoco lo produjo el quantitative easing (expansión cuantitativa de la oferta de dinero), esta no es una crisis financiera sino una crisis simultánea de la demanda y la oferta donde al mismo tiempo se consume y se produce menos.
Una didáctica metáfora del quantitative easing (“tirar dinero desde helicópteros”) fue acuñada por el célebre economista que recibió el Premio Nobel de Economía en 1976, Milton Friedman, en su libro The Optimum Quqntity of Money and Other Essays (La cantidad óptima de dinero y otros ensayos). Pero si todo se pudiera solucionar “tirando dinero desde helicópteros”, los bancos centrales podrían ganar el Premio Nobel de Medicina al solucionar todos los otros problemas de salud pública que generará el coronavirus. El dinero es un medio de intercambio, no produce lo que se intercambia, produce una promesa de posibles intercambios pero no es algo mágico que soluciona todos los problemas de la economía y, por más esfuerzos que hagan los bancos centrales como bomberos planetarios, aun cuando se apague el fuego vendrán tiempos difíciles.
Y hay que preparar emocionalmente a la sociedad para el esfuerzo que será necesario hacer para reconstruir el daño económico que dejará la lucha por minimizar las muertes por coronavirus. El próximo 13 de mayo, cuando Argentina transcurra sus primeras semanas sin cuarentena total, se cumplirán ochenta años del célebre discurso de Churchill al pueblo inglés en la Segunda Guerra: “Solo tengo para ofrecer sangre, sudor y lágrimas”. Es probable que Alberto Fernández deba pronunciar un discurso parecido llamando al esfuerzo compartido. La reconstrucción de la economía devastada requerirá de todos los sectores más esfuerzos: más horas trabajadas, menos ingresos reales, más producción en las empresas y cero rentabilidad. El espíritu patriótico tendría que ser reconducido de la algarabía triunfalista de “Argentina elegida por la Organización Mundial de Salud en la búsqueda de la cura” o “el caso argentino” como modelo de respuesta de la salud púbica nacional frente al coronavirus, al espíritu patriótico de hacer más por menos, cada uno en la medida de sus posibilidades y a cada uno en la medida de sus necesidades.
El espectáculo lacerante de ver a los abuelos, en muchos casos inválidos, haciendo largas colas frente a los bancos nos debe hacer reflexionar sobre nuestros límites y la complejidad del problema que enfrentamos. Es fácil buscar chivos expiatorios para descargar culpas en otros por la colas: los bancarios y banqueros que no quisieron trabajar; o al comienzo de la cuarentena, considerar criminales a quienes la incumplían por cualquier motivo.
Un didactismo público sobre el concepto de homeostasis preparará a la sociedad tan útilmente como los consejos de higiene y cuidado personal frente al coronavirus. Somos un sistema: como en la economía, se puede hacer todo, lo que no se puede es evitar sus consecuencias. No hay infinito, un exceso de presión en un sentido busca compensación en otro: si se cierra la atención de los bancos al público durante dos semanas, al tener que abrirse se produce una explosión. Mantener a la gente en sus casas es imprescindible pero no se puede comprimir sin planificar una descarga. De la misma forma que quedarse en casa es “un lujo de clase” porque los habitantes de barrios precarios no tiene espacio en sus casas y la calle también es parte de ella, en la urbanización de las grandes ciudades, donde la mayor parte de la población vive en departamentos y comparte el acceso y el ascensor, el concepto casa está ampliado a un espacio donde convive un centenar de personas, promedio de un edificio de departamentos.
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El Estado también tendrá que promover empatía y tolerancia, desarrollo de la inteligencia emocional, combustible imprescindible para atravesar el desierto económico que dejará el coronavirus. Argentina superó la crisis de 2002 porque las imágenes lacerantes de las personas asaltando supermercados y la masificación de lo que hoy llamamos cartoneros generaron conciencia del tamaño del drama económico. Las imágenes lacerantes de los abuelos frente a los bancos deberían ser igualmente educadoras. Las imágenes tienen la fuerza de la que carecen los datos duros, pero abril registrará la peor caída del producto bruto de toda la historia argentina: 15%, mayor que tras el default de 2002, la hiperinflación de 1989 y la derrota de la Guerra de Malvinas en 1982. Nada menos.