Hace justo una década que el sistema internacional se volvió más caótico y turbulento que de costumbre. Fue en agosto de 2007, cuando comenzó la crisis de las hipotecas subprime, que terminaría con la caída del poderoso banco de inversión Lehman Brothers, entre otras instituciones financieras de primer orden. Esto dispararía un proceso recesivo del quetodavía no hemos salido completamente.
Algunos, incluso hablan de que combinados con factores demográficos y la madurez de las economías más desarrolladas, en realidad entramos en una dinámica de estancamiento secular: las tasas de crecimiento no habrán de regresar a los niveles que teníamos antes de este episodio, la peor crisis desde la Gran Depresión. “Ya nunca me verás cómo me vieras”, podría cantar Larry Summers, disfrazado del Zorzal y apoyado en un farolito de la esquina de Broadway y Weaver, en el corazón de Wall Street. De paso, podría explicar la gran paradoja de que el índice Dow Jones haya superado los 22 mil puntos.
Ocurre que la acción coordinada y sumamente eficaz de los principales bancos centrales del mundo, liderados por la Reserva Federal de los EE.UU., fue crucial para evitar el quiebre del sistema financiero global. Se trató de asistir a los gobiernos y a todas las instituciones que podrían haber profundizado la crisis mediante una política denominada quantitative easing, la compra de títulos públicos y privados para de ese modo incrementar la oferta monetaria.
Ese respirador artificial evitó un colapso, alimentó una ola especulativa sin precedentes, pero sigue manteniendo a la economía global en terapia intermedia, sino intensiva.
Lo más importante, de todos modos, es que estamos en un escenario absolutamente novedoso y en buena medida contrario a la dinámica de las siete décadas previas: hemos entrado en la era de la desglobalización.
Crisis de la (in) seguridad global. El mundo siempre fue un lugar turbulento y tumultuoso, pero todo empeoró a partir del 11 de septiembre de 2001: se disolvió la utopía de la “estabilidad hegemónica” liderada por los EE.UU. y entramos en una etapa caracterizada por una inédita combinación de amenazas convencionales (incluyendo las armas nucleares), no convencionales (otras armas de destrucción masiva), redes de terroristas internacionalizadas con vínculos con el crimen organizado, más la cuestión de la inseguridad cibernética.
Los poderes tradicionales poco o nada pueden hacer frente a este complejo rompecabezas, a pesar de la inmensa asimetría en términos económicos, tecnológicos y estratégicos.
Fracasó el militarismo unilateralista de George W. Bush, la indiferencia seudoprogresista de Barack Obama y causa pánico y pena el delirio neoaislacionista de Donald Trump, que, imitando a Nerón, le promete a Corea del Norte un espectáculo de “furia y fuego que el mundo nunca vio”. Como si se tratara de un simple espectáculo de fuegos artificiales. De paso, como si buscara consolidar el régimen dictatorial de ese Saddam caribeño que quiere ser Maduro, no se le ocurre mejor idea que desvariar con el uso de la fuerza militar en la pobre y empobrecida Venezuela. Eramos pocos y apareció un empresario hotelero que ignora a sus colaboradores y detesta a los medios de comunicación.
Apolaridad. Estos notables umbrales de incertidumbre se explican por, y a la vez profundizan, una dinámica multidimensional de transformaciones con ritmos, características y consecuencias muy diferentes. Tampoco sabemos si se trata de cambios transitorios, y en algunos casos reversibles, o bien si estamos frente a fenómenos permanentes, una “nueva normalidad” caótica y enrevesada. En esta inusual reconfiguración del mapa global que está, en efecto, en curso, viejos y nuevos poderes interactúan de maneras complejas, cooperando y compitiendo en articulaciones híbridas y novedosas, que ilusionan y asustan a la vez.
El poder cambia y se distribuye. Suben India, China y Rusia (que están profundizando fuertes conflictos entre sí); subió y desbarrancó Brasil, que se engañó a sí mismo apostando por los atajos populistas y por la cleptocracia como política de Estado. Pierden peso relativo tanto Europa como los EE.UU., y arrastran con ellos a sus aliados tradicionales (Japón, Canadá, Corea del Norte) y al sistema de organizaciones internacionales que buscaron regular y ordenar el (des) equilibrio global a partir de la Segunda Guerra Mundial.
Pasamos del mundo bipolar al unipolar; soñábamos con una romántica e imprecisa multipolaridad, para despertarnos con esta pesadilla caracterizada por la apolaridad.
Lo viejo no termina de morir, y lo nuevo no termina de nacer, pero en el vacío dejado por los viejos poderes precipita, gracias a las nuevas tecnologías de la información, la irrupción de nuevos factores que conforman un entorno aún más complejo, diverso y difuso. Empresas multinacionales; unidades subnacionales como provincias, regiones o incluso ciudades; medios globales de comunicación, movimientos religiosos; variadas organizaciones no gubernamentales, redes humanitarias transnacionales y hasta embrionarias instituciones judiciales de alcance regional e internacionales son algunos ejemplos que demuestran cómo el poder ya escapa al control de los Estados y sus líderes.
En este contexto de desconcierto e impotencia surgen los movimientos populistas globalifóbicos. El nacionalismo tiene profundas raíces en la tradición occidental, pero nunca como ahora habían aflorado expresiones tan diversas como vigorosas.
Desde la derecha, emergen figuras en Hungría (Viktor Orban), Francia (Marine Le Pen), Gran Bretaña (Nigel Farage), Austria (Heinz Christian Strache), Estados Unidos (Donald Trump) y Grecia (Nikolaos Michaloliakos). Por izquierda, también aparece un buen número de casos: Estados Unidos (Bernie Sanders), Inglaterra (Jeremy Corbyn), España (Pablo Iglesias) y México (AMLO). Se trata de movimientos impugnatorios del statu quo y maximalistas respecto de su transmutación.
A pesar de los extraordinarios beneficios que trajo consigo la globalización en términos económicos, políticos, sociales y culturales, pesan relativamente mucho más sus fracasos, imperfecciones y promesas incumplidas. Sobre todo, preocupa la cuestión de la desigualdad, que se profundizó no tanto entre países sino a su interior. La agenda internacional luce más confusa,
precaria y alarmante que de costumbre.
A este mundo infausto e inextricable debe tratar de insertarse la Argentina, fiel ejemplo de que el aislamiento, el proteccionismo y la autorreferencialidad sólo conducen a profundizar los problemas más que para encontrar alguna solución.