Leo con ánimo divertido las notas indignadas del periodismo militante macrista ante la presunta traición o conversión de Jaime Duran Barba. Pequeño comentario al margen: ¿cuándo el periodismo no fue militante de una u otra causa, o siquiera de la creencia en la objetividad y en la existencia de los hechos a narrar? La narración es una causa, justa o no. Volviendo al punto, que siempre se desplaza: el motivo del enojo de algunos periodistas se basa en el supuesto no explicitado de que, después de años de asesoramiento al gobierno precedente, el asesor ecuatoriano debería haberse envuelto en las razones discursivas que con sin igual garbo y profusión derramó en los oídos de Macri. Envolverse con ellas cual bandera. Se le reprocha, en fin, la velocidad que adquiere su impulso por rajar del territorio muerto del macrismo y correr a pedir refugio rentado en las puertas amplísimas del Frente de Todos, sección Instituto Patria. Lo peor, al parecer, lo que más hiere, es su afirmación de que “Macri ya fue”, afirmación que cantaban alegremente en las manifestaciones las amables filas peronistas, seguida de “hizo lo que pudo”, frase por demás generosa para un ex presidente cuya afirmación autocritica más contundente acerca de sus propios repetidos fracasos era: “Pasaron cosas”.
“Hace lo que puede”, en general, se dice acerca de aquellos que pueden poco, los poco dotados de algún talento particular. En ese sentido, el contexto precedente y el que continuó con su siguiente frase pareció aclararlo todo: a quien él asesoró no le daba para mucho la croqueta. A cambio, aquella a quien no asesoró (pero le gustaría asesorar, o volver a asesorar) es “la mujer más brillante de la historia argentina”. Luego, por supuesto, el ecuatoriano se despachó diciendo que nunca aconsejó lo que le aconsejó a Macri. En resumen, el autor intelectual de la grieta parecería estar tratando de lelos a los macristas y a sus votantes y de inteligentes a quienes siguieron y votaron a la vicepresidenta actual. Ahora bien: Duran Barba no es un sujeto que desconozca la sutileza en el manejo de las palabras. Al definir a Cristina como la definió, usa la palabra “brillo”, no inteligencia (desde luego, tampoco se la niega). La luminosidad de Cristina es evidente: su desempeño de funciones en los poderes del Estado y en el aparato político no tiene igual. Y parte de ese relumbre de los últimos años se lo debe precisamente a él, que la marcó como objeto de la grieta conveniente y que ahora le manda un guiño con destino laboral. Elogiándola, Duran Barba se reabre una puerta y se elogia a sí mismo, como diciendo: “¡Mirá che, cómo Duran te hizo durar!”. El brillo ajeno lo hace brillar pensándose coautor.
Pensando en cómo dura Duran, me acordé, de pronto, por puro desplazamiento, en La Eva futura. No porque Duran dijera que Cristina era la Eva Perón del presente llamada a durar (no lo dijo), sino porque la novela del conde Villiers de L’Isle Adam es una de las más extraordinarias que me tocó leer. Tan extraordinaria que me pasé recomendándola y regalándola y nunca pude terminar de leerla. Así que esta vez, tirado de las barbas del recuerdo por Duran Jaime, la busqué por Mercado Libre y encontré una preciosa edición de 1909 publicada por la Biblioteca de La Nación. Que el diario que la editó hace 111 años sea hoy uno de los bastiones del anticristinismo militante (porque macristas ya no quedan después del sincericidio psicopático y autodesculpabilizante de Mauri), sumó un raro deleite a la adquisición.
¿Cómo contar el argumento de un libro que es pura inteligencia aplicada, desplazada? La enunciación más sencilla diría que es una reversión y fusión, encarnada en la temprana modernidad americana, del mito de Fausto y de Prometeo. Tomás Alva Edison, el Mago de Menlo Park, busca salvar a Lord Ewald, su amigo y benefactor, que piensa en suicidarse porque ama a una mujer que encarna la perfección física, pero que no llega a las mismas alturas en la perfección moral e intelectual. Entonces, Edison le fabrica una autómata. Más no puedo decir. El misterio es mujer. O, como dice el filósofo en Vivir su vida, de Godard: “Para vivir hablando, uno debe pasar por la muerte de vivir sin hablar”.