Pedimos seguridad ciudadana, pero declaramos tener escasa, baja o nula confianza en la ley y la Justicia (Barómetro UCA y Encuesta Asociación de Magistrados de Córdoba). Debe saber el ciudadano argentino que sin ley no hay orden social, y que la Justicia es a las sociedades lo que la verdad es a los sistemas de pensamiento. Este contradictorio comportamiento social del argentino expresa una enfermedad cuya génesis debe buscarse en nuestra propia historia. Especialmente en 1930, cuando la Corte decide legitimar la fuerza como valor de orden social. Y allí está el huevo de la serpiente de nuestra decadencia. Porque el “problema argentino“ no es estrictamente económico ni político. En 1930 nace una matriz cultural caracterizada por un muy escaso compromiso con la democracia y una liviana convivencia con la corrupción. Matriz que ha impregnado toda nuestra historia reciente y que resulta sostén y avalista de los golpes de Estado y del terrorismo de Estado, y ahora de la corrupción.
Ese es el “huevo de la serpiente” de la decadencia argentina que se debe transparentar. Porque las simples denuncias de poco sirven. Esta es la matriz de una cultura profundamente autoritaria, que nos hace ver al que piensa diferente como un enemigo, y de una cultura de ilegalidad que nos hace pensar que la corrupción es algo así como una versión modernizante de la viveza criolla y que sin ella nuestros gobernantes no tendrían eficacia en la gestión de la cosa pública. Por eso los perdonamos. Y aquí está la explicación de esa extraña relación que los argentinos tenemos con la ley. Necesidad vital de seguridad y un desprecio inconsciente por la ley.
Esa extraña relación entre el argentino y la ley tiene expresión también en el voto popular. Desde 1983, la tendencia del voto argentino está marcada por la dialéctica orden/caos. Así como el argentino reclama seguridad ciudadana sin asumir compromiso alguno con la ley, del mismo modo vota siempre por el orden sin importarle demasiado el costo que debe pagar por ese orden en términos principalmente de respeto a la ley y de respeto al que piensa diferente. Alfonsín fue el orden simbólico de la democracia. Menem fue el orden del neoliberalismo. Kirchner, el orden del falso progresismo. En treinta años, el argentino siempre ha votado por el orden pero con contenidos ideológicos y políticos absolutamente contradictorios. Lo único común en esa tendencia del voto popular argentino es que se trata de un orden sin mayores compromisos con la ley ni tampoco con la transparencia en el manejo del gobierno o de las empresas. Es un orden vacío y peligroso que sólo conviene a los que mandan, que no quieren en realidad que nada cambie.
La inseguridad ciudadana, la desigualdad social y la impunidad de la corrupción son tres hermanas muy unidas. Es inescrupuloso prometerles a los argentinos seguridad ciudadana sin hablar de impunidad de la corrupción y sin reconocer la existencia en la Argentina de una muy injusta distribución del ingreso.
El índice de Gini habla en la Argentina de 2013 de un coeficiente superior al 0,50. Los índices de Transparencia Internacional nos colocan entre los tres países de mayor corrupción en América latina, y el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de 2005 coloca la seguridad ciudadana como un tema central de derechos humanos, y como tal exige a los Estados políticas públicas que garanticen igualdad ante la ley, transparencia y redistribución del ingreso. No se le puede pedir al ciudadano de a pie respeto o miedo a la ley con Jaime libre y Boudou presidiendo el Senado de la Nación argentina.
Ningún aumento de penas sirve. Ninguna denuncia tampoco. Se trata de quebrar esa matriz autoritaria y de liviana convivencia con la corrupción que tiene plena vigencia entre nosotros no obstante los treinta años de democracia.
Resulta increíble la liviandad con que se deciden prescripciones por probados delitos de corrupción. Jaime, Cirigliano, Boudou, Siemens, IBM, Skanska y Kirchner son algunos de los tristes perdones judiciales. Casos de probados delitos dolosos y graves de corrupción que nunca tendrán pena alguna y nunca devolverán al Estado el dinero robado por el delito. Estos jueces que declaran el perdón judicial a la alta corrupción son jueces que han decidido ignorar el artículo 36, quinto párrafo, de la Constitución Nacional, como delitos contra el orden democrático. Se trata de una norma constitucional “autosuficiente” que implica que es operativa y de obligatoria aplicación judicial. Oyarbide y demás jueces del poder deben saber que no hace falta una norma penal o procesal que reglamente el artículo 36 de la Constitución para que lo apliquen. La conducta criminal de corrupción está definida, la pena está fijada (inhabilitación perpetua) y, para más, está declarada la imprescriptibilidad de las acciones penales y civiles emergentes de estos delitos. La única explicación para esta conducta de perdón judicial es la matriz cultural de la que hablamos, de débil compromiso con la democracia y liviana complacencia con la corrupción. La Corte debería fijar posición sobre el artículo 36 de la Constitución, que es ignorado por los jueces argentinos. Es la forma simbólica de cerrar la triste historia de la llamada doctrina sobre la continuidad jurídica del Estado y enviar un metamensaje a la sociedad diciéndole que la Justicia nunca más avalará la impunidad de la corrupción.
*Ex presidente de la Comisión de Legislación Penal de la Cámara de Diputados.