COLUMNISTAS
EL CASO ORTEGA, ALMEYDA, RIVER... Y LA TRAMPA DE LA MELANCOLiA

La gran depresión

“Los que no pueden más se van”, cantaba García cuando estaba más lejos de las drogas malas y aun de éstas, las buenas. Tenía razón: algunos pagan demasiado caro su costado más vulnerable y se van. De un escopetazo en la cabeza como Kurt Cobain, fumando opio como Artaud o bebiendo 18 whiskies uno detrás del otro como Dylan Thomas, lo mismo da. La única meta es huir del intolerable dolor.

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“En tanto no hayamos llegado a suprimir ninguna de las causas de la desesperación humana, no tendremos el derecho a intentar suprimir los medios por los cuales el hombre trata de desencontrarse de la desesperación.”
De “Liquidación del opio” (1929), Antonin Artaud (1896-1948)

“Los que no pueden más se van”, cantaba García cuando estaba más lejos de las drogas malas y aun de éstas, las buenas. Tenía razón: algunos pagan demasiado caro su costado más vulnerable y se van. De un escopetazo en la cabeza como Kurt Cobain, fumando opio como Artaud o bebiendo 18 whiskies uno detrás del otro como Dylan Thomas, lo mismo da. La única meta es huir del intolerable dolor.
El día en que Matías Almeyda se miró al espejo y, aterrado, se encontró frente a un jubilado de 30 años con plata, tiempo libre y vacío por dentro, su síntoma depresivo se llamó panic attack. No es fácil aceptar así como así que uno va a pasarse el resto de la vida hablando de lo que alguna vez hizo. Es ese instante convertido en póster lo que alegra la vida de los demás y empantana la propia. “No me llamen ex, yo no soy ningún ex, soy un boxeador que está viejo para seguir peleando”, suele decir Sergio Palma, con tierna provocación.
Alguna vez George Foreman decidió huir del incómodo sitio en que lo había confinado la historia; a los pies de Alí, fatalmente noqueado en el histórico combate de Kinshasa que inspirara dos obras de arte: The Fight, un fantástico ensayo de Norman Mailer, y el conmovedor documental de Spike Lee When we were kings. Una década después Big George volvió a pelear con 38 años, gordo, pelado y dispuesto a bancarse las risotadas del público y a los críticos que le pedían que dejara de dar lástima. Sufrió, tragó saliva y volteó muñecos hasta que un día les cerró la boca a todos y recuperó esa corona perdida, a los 45 y por nocaut. El lo hizo, muchachos. Chapeau.
También lo hizo Almeyda, cuando a puro coraje y psicoanálisis abandonó el triste showbol y esa agridulce terapia de grupo para veteranos llamada Super 8 para jugársela a todo o nada en la primera de River, el lugar donde empezó todo. El equipo puede ser una lágrima pero el mejor es él, ese viejito de 35 que regaló cinco años de parálisis neurótica y aun así les gana las divididas a los pibes de 20.
En la concentración, Almeyda comparte habitación con su viejo camarada nuevamente caído en desgracia, Ariel Ortega, enorme futbolista que siempre jugó más y mejor para sus compañeros que para su propia vida. Es notable cómo todavía hoy la mirada de los otros insiste en estigmatizarlo como un “borracho”, antes que reconocerlo como a un enfermo devorado por su depresión. Nadie imagina a un habitué de las noches de Esperanto como a un desesperado que huye, se aturde o se autodestruye. Más tranquilizadora es la imagen del vicioso incorregible, del inconsciente, del negrito con plata al que todos insisten en “educar” con esa piedad perdonavidas tan argentina. Aj.
Ortega no es Fabbiani, colegas, y no me refiero sólo a sus talentos. Hace rato que superó esa primera etapa de deslumbramiento, flashes e histeria masiva que aturde a los futbolistas, tan cómodos en su burbuja, sobreprotegidos como nenes de jardín. Nunca hubo signos de ostentación en él. Su caso es más interesante y complejo que el de un frívolo o un tarado con plata. Pasó momentos difíciles, sufrió la soledad y el desarraigo en Italia y España y se sintió morir en las noches de Estambul. Por cierto... ¿a qué genio de las finanzas se le habrá ocurrido que un chico como él podía vivir y jugar al fútbol en Turquía?
Jorge Luis Borges juraba que el fútbol no le importaba a nadie. A él, que siempre lo despreció y lo creía el invento más estúpido de los ingleses, menos que menos. ¿Pero, y a los demás, Georgie? “A nadie le interesa el deporte –explica el Maestro–; nadie dice, por ejemplo, ¡pero qué bien ha jugado San Lorenzo de Almagro, cómo he disfrutado el match en el que venció a mi equipo! Lo único que les importa es ganar. El fútbol es sólo una excusa sin importancia para cumplir con ese fin”.
A ver, supongamos por un instante que esta feroz ironía borgeana es toda la verdad. Entonces, ¿alguien piensa realmente en aquel changuito tímido de Ledesma, señalado por esos brillos que jamás calmaron su angustia? Tanto amor por lo ya hecho ¿lo salva o lo condena? ¿Quién es el ídolo intocable y quién el quebrado que cae y vuelve a caer en infinita soledad? ¿De qué hablamos cuando hablamos de Ariel Ortega?
“Sobrepasáis el nivel normal y es por eso que los hombres son rigurosos con vosotros, envenenáis su quietud, sois disolventes de su estabilidad”, les gritaba el loco Artaud a sus colegas de desesperación mientras exigía que se los dejara en paz. Paz. Quizá ésa sea la clave.
La paz que Ortega necesita para dejar de destruirse; la que hace rato ha perdido River, ese caótico club sin rumbo. Esa paz que se ganó Almeyda, el joven-viejo que un día se reconoció solo y caído y supo cómo levantarse y pelear. Por su vida, querido Burrito, y también por la pelota, qué no ni no.

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