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contra la solemnidad

La importancia del ridiculum vitae

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Tomás Moro. Ejerció el buen humor hasta último momento. | cedoc

Así de fulgurante resplandece la sonrisa ante el infortunio: “Aprende a reírte de ti mismo y nunca dejarás de divertirte.” Esto escribió Tomás Moro a su hija Megan (Margaret) semanas antes de ser ajusticiado en la Torre de Londres por orden del rey Enrique VIII (1535).

Cuando subía al cadalso en el que habrían de decapitarlo, muy debilitado por un extenso período de reclusión, dijo a sus carceleros: “Ayúdenme a subir, que para bajar ya me las arreglaré yo solo.”

Y ya en el patíbulo acomodó su larga barba para que sobre ella no cayera el hacha del verdugo argumentando que la barba “no había ofendido en nada a su Graciosa Majestad”.

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¿Cómo cabe explicar este increíble e indómito buen humor, incluso en las circunstancias más trágicas?

A lo largo de la historia ha habido –y sigue habiendo– innumerables hombres y mujeres, sencillos y anónimos, absolutamente despreocupados, desprendidos y hasta desprevenidos de su ridiculum vitae (faltas, errores, defectos, imperfecciones, fragilidades, fallos…), al que atesoran piadosamente con esa “ternura común por las cosas” de la que hablaba Hegel en la Ciencia de la lógica (1813).

Esa ternura ante la fragilidad e imperfección, propia y ajena, es una forma de lúcida y profunda comprensión de lo que significa ser humanos, ternura incluso ante los naufragios y desastres de los que no están desprovistas algunas vidas.

Los hombres y mujeres que han sabido acoger su ridiculum vitae son también los que han aprendido, a base de esfuerzo, a no tomarse demasiado en serio a sí mismos.

Por eso la ternura está tan relacionada con el sentido del humor. Solo quien experimenta a diario y en cada instante esa ternura común por las cosas puede distanciarse de sí mismo con una mirada no irónica, sino compasiva. Y quizás la compasión no sea sino una forma de humor, al menos en el sentido en el que los antiguos se referían a los humores.

Pero el humor trae consigo más beneficios, entre los que no es nada menor el de la humildad. Solo es posible desprenderse del propio ridiculum vitae mediante una actitud humilde ante la realidad de todo lo que acontece: no somos tan importantes.

Y la humildad viene de la mano de un respeto profundo ante todo lo que vive, ante lo que no cabe otra actitud sino el cuidado, la procura.

Así, asistimos ante todo lo real y en la doble acepción de la palabra asistir: presenciar y auxiliar. Y asistimos convencidos de que nuestra procura puede concurrir en el beneficio de aquello que asistimos, fundamentalmente nuestros semejantes. Esto es posible porque los que han abandonado su ridiculum vitae son profundamente optimistas y creen en el futuro sin desatender el presente por suficiencia pretenciosa.

Pero no todos ni todas son así. Una muestra poderosa y postrera del excelente buen humor de Tomás Moro es que haya terminado por convertirse en el santo patrono de los políticos y los gobernantes (se lo conmemora hoy), los personajes más circunspectos y menos dotados de sentido del humor que uno pueda echarse a la cara.

Ellos y ellas son graves, solemnes, hieráticos, grandilocuentes, soberbios, vanidosos, llenos de caprichos. Tan dependientes de su (buena) imagen pública que les preocupa como a nadie el ridiculum vitae pues están, podríamos decir, deseosos de sí mismos, encantados de haberse conocido.

Ignoran minuciosamente la graciosa y profunda sabiduría que dice que, cuanto más preocupados estamos por nuestro ridiculum vitae, en más ridiculeces incurrimos.

Siempre severos, no toleran la fragilidad ni la imperfección ni en ellos ni en sus equipos de trabajo, y mucho menos el naufragio, al que algunos de los cuales están irremisiblemente condenados.

Pero lo peor de todo es que no toleran la fragilidad ni la imperfección en sus gobernados, a los que viven retando mediante eslóganes y consignas por no estar presuntamente a la altura de las circunstancias.

Por fortuna, la sabiduría popular de los gobernados suele encontrar abundantes recursos para reírse de ellos y no tomarlos excesivamente en serio. A veces, pocas, es lo único que nos queda a los gobernados. Pero es una muy saludable medida para mantenernos cuerdos en un mundo de locos.

*Director de la Maestría en Comunicación para la Gestión del Cambio, Universidad Austral.