Acaba de aparecer el último número de la revista Pensamiento de los Confines. Entre artículos
destacables como una conversación entre Abbas Kiarostami y Jean-Luc Nancy, o una estremecedora
entrevista a Emilio Eduardo Massera realizada por Hugo Gambini en 1980, se destaca el texto de
Alberto Giordano “Cultura de la intimidad y giro autobiográfico en la literatura argentina
actual”, que ilumina con anticipación un debate que en los círculos literarios españoles se
desarrolla desde hace algunos años y que en nuestro país aún no ha tenido lugar, tal vez porque esa
inclinación de los narradores locales hacia la ficción autobiográfica es demasiado reciente.
Giordano toma como punto de partida de su ensayo los textos reunidos en el libro
Confesionario. Historia de mi vida privada, editado por Cecilia Szper-ling para el Centro Cultural
Rojas en 2006, donde diversos escritores y artistas asumen el desafío de referirse a su intimidad a
través de intervenciones orales y escritas. Lo que Giordano trata de ver aquí es “cómo pasa
la vida a través de las palabras”. Para eso, analiza el caso del diario de Alan Pauls
presente en el libro, y también de su ficción breve posterior La vida descalzo (Sudamericana), para
afirmar que, en su caso, el exceso de literatura (de referencias literarias y de sobreescritura)
“obstruye el paso de la vida por unas palabras que lo reclaman”. “Soy de la idea
de que en las escrituras del yo el narcisismo se supera a fuerza de intensidad”, afirma
Giordano, y señala que además del distanciamiento irónico, es “el pudor” otra de las
formas de superación de la autocomplacencia en este tipo de narraciones (“Frente a las
demandas de la cultura de la intimidad, el pudor es una fuerza de resistencia al mandato de
volverse espectáculo para poder ser”).
Cuando escribió este artículo, Giordano no podía prever que hacia fines de 2007 el mercado
recibiría una andanada de nuevos libros que ponen en jaque la relación entre ficción y realidad, y
que abogan –conscientemente o no– por la identificación entre narrador y autor. Algunas
de esas novelas son Derrumbe, de Daniel Guebel; Era el cielo, de Sergio Bizzio; Autobiografía
médica, de Damián Tabarovsky; Historia del llanto, de Pauls; y tal vez La vida nueva, de César
Aira, y Monserrat, de Daniel Link –esta última aparecida, a decir verdad, varios meses
antes–. La crítica Josefina Ludmer, en un texto fechado en mayo del año pasado, se refería a
esta cuestión en un ensayo donde tipifica estas y otras escrituras bajo el rótulo de
“literaturas postautónomas”: narraciones que “no admiten lecturas
literarias”, textos que “no se sabe o no importa si son o no son literatura”, y
donde “tampoco se sabe o no importa si son realidad o ficción”. La tesis de Ludmer es
que este tipo de obras (“que toman la forma del testimonio, la autobiografía, la crónica, el
diario íntimo”) reclaman otro tipo de lectura, y acaban con el tiempo de la literatura como
arte autónomo, “abierta por Kant y la modernidad”. Es decir: estaríamos viviendo el fin
de una era “donde la literatura tuvo una lógica interna, con instituciones propias que
discutían su valor y su sentido”.
Hay quienes ven en esta suerte de pulsión por tomar la propia vida como objeto de narración
una respuesta –aunque tal vez no calculada– a las teorías de la muerte del autor de los
años 70; quienes ven la aparición de este corpus como una mera casualidad histórica; y quienes
creen que el exhibicionismo es, en verdad, “la libra de carne” que los escritores
argentinos se han dispuesto a pagar por el precio de ser reconocibles y reconocidos. Todavía es
temprano para decidir quién tiene la razón.