Estuve diez meses sin televisión y me hizo mucho bien. Pero ahora, entregado a la demanda familiar y social (“No podés no tener televisión.”), me compré un 21 pulgadas que me empezó a quemar la cabeza desde temprano. Hoy día la desconexión con la televisión no puede ser total porque la pantalla es casi omnipresente. Pero de todos modos desconectarse un tiempo ayuda, porque después la reincidencia en los rayos catódicos es de una intensidad perturbadora. Hay un programa mañanero donde un grupo de panelistas, que tienen sólo en peluquería más producción que Titanic, pasan informes sobre la actualidad y los van comentando. Es un poco como la revista Vogue hablando de la miseria. Más obsceno que el porno. La televisión detona los contrastes. Está hecha para eso. Un tan “Checho” de Fuerte Apache hablaba para las cámaras antes de que se lo llevaran detenido para interrogarlo por el crimen del gendarme Roberto Omar Centeno. Sorprendía la fluidez de Checho para hablar: “Acá no acetamo transa, ni vende paco, ni violine”, decía, “acá no se roba, el que roba en el barrio se muere dentro del barrio”. Evidentemente tenía un lenguaje y una facilidad para hablar de toda la violencia, se permitía decir cosas durísimas como la posibilidad de que al gendarme lo hayan matado por diversión. Su lengua estaba viva y daba miedo. En cambio las panelistas, que a diferencia de Checho no tienen neuronas quemadas por el paco, no hilaban bien una frase, estaban incómodas, amordazadas por la corrección política, tartamudeaban en colágeno, desvariaban entre la sociología y la medicina y la psicología, dudando, mirándose entre ellas para que otra la sacara del apuro. Su lengua estaba muerta y no daba miedo, daba infinitas ganas de tirar la tele por la ventana.